miércoles, 30 de noviembre de 2016

Rojo sobre rojo no es granate: cena

A Rojo, por querer vivir.

  No tenía pensado quedarme hasta tarde pero dadas las circunstancias decidí aprovechar la tarde y quedarme con Rojo cerca. Tampoco nos veíamos con frecuencia así que agradecía su compañía aunque a ratos parecía que no estuviese. Aquella tarde corta donde la noche empezó pronto compartimos más silencios que palabras, más miradas que abrazos. Como si hubiese un muro entre los dos que nos impedía el relacionarnos de forma directa, casi con señales de humo indescifrables para el otro. No se equivoquen, ambos estábamos cómodos en dicha situación, disfrutábamos nuestros silencios, preferíamos no romperlo con estupideces y no forzar una conversación que no llevaba a ningún lado. 

  Cualquier otro hubiese querido irse y yo tampoco era menos. No por Rojo o por lo que estaba sucediendo en aquella tarde que empezó cálida e iba tomando tintes oscuros a medida que avanzaban las manecillas del reloj. Simplemente ya habíamos improvisado una comida y una tarde inesperada y no había motivo alguno para alargar la estancia. Tocaron las nueve y le dije que tenía que irme, tenía que conducir y luego hacerme la cena. No iba a invitarme a cenar, eso sería demasiado para ambos. Me acompañó hasta el coche y esperó a que arrancase para irme. Estuve cerca de veinte minutos tratando de encender el vehículo. Pero no hizo nada. Abrí el capó del coche y me quedé mirando dentro del motor un rato largo. O esa fue mi sensación, miraba dentro pero sin ver ni entender nada. Rojo lo sabía y soltó una risa: 

  -No saps ni que estàs buscant. 

  Correcto, tenía razón. Resoplé y cerré el capó. Me metí dentro para buscar los papeles y llamar a la grúa para que me llevase hasta casa. Mientras buscaba ella hizo lo que yo pensaba que no haría. Con el cigarro en su mano y ataviada con su gabardina roja, armada con la cámara que se había llenado con instantáneas de ese día y con un hilo de voz, como si le diese vergüenza se dirigió a mí:

  -Queda't a sopar i a dormir a casa. Hi ha espai de sobres.
  -Passo -le respondí.
  -No siguis burro.

  Y dicho esto me quitó las llaves y me sacó del coche, cerró y nos quedamos ahí, mirándonos con una mueca que nos decía "esto es lo que hay". No es lo que había pero ella quería y yo también. O más bien no me molestaba el hecho de compartir todo el día. 

  Llegué a su casa, grande y con un jardín enorme. Estaba vacía, sus padres estaban de vacaciones y no tenía ni hermanos ni hermanas. Tenía un perro enorme y molesto en mi opinión pero a ella le encantaba y estaba enamorada del animal. Cenamos sin prisa, comentábamos lo que podíamos hacer antes de irnos a dormir. Se encargaría de encender el calefactor para no pasar frío cosa que me preocupaba a la hora de dormir. Me prestó un pijama de su padre y me cedió un espacio en la habitación de invitados. Antes de ir al reino de Morfeo miramos una película de las suyas. Iba sobre un chico que se convertía en mariposa, algo parecida a la obra de Kafka pero en imágenes que se sucedían una tras otra y acompañadas por una melodía de música romántica triste. Fuera empezó a tronar y se empezaron a oír las primeras gotas de lluvia. Ella se acurrucó con la manta en un rincón del sofá mientras yo me deshacía de la sudadera y emprendía el camino a mi cama. Estaba todo bastante oscuro en la sala donde vimos la película y casi no la veía, ya pequeña de por sí. Me pareció oír un sollozo proveniente de donde ella se escondía de miradas indiscretas. Quizás fue mi imaginación o quizás había sido yo. No pude ver su rostro y tenía dudas de si quería hacerlo. Le desee buenas noches y ella no me respondió. Repetí mis palabras pero Rojo ni se inmutó. Tal vez estaba ya dormida, tal vez no podía articular palabra, tal vez no quería hacerlo. 

  Me desvelé. Fui al lavabo, que encontré tras dar dos rodeos tremendos y me dirigí a mi cama de nuevo. Fuera caía la lluvia, fuerte, intensa y con rabia, como si quisiera perforar los poros de los atrevidos que osaban desafiarla. Pasé por el salón y ahí estaba la manta con la que Rojo se había acurrucado pero sin Rojo. Fui a su habitación y tampoco estaba allí. No me alarmé puesto que la casa era grande y podía estar en cualquier sitio. Eché a andar y mis pasos me llevaron a la puerta principal, una puerta imponente de madera. Estaba cerrada o parecía estarlo. Sopló el viento y la entreabrió ligeramente y uno de tantos rayos que caían iluminaron la figura diminuta de una persona. Terminé de abrirla y allí estaba Rojo, con los ojos cerrados, descalza pero firme, y con la cara mirando al cielo, con una expresión de querer y desear ahogarse bajo aquella lluvia que dolía y agujereaba el ego y el alma de uno. Supe que ese sollozo fue real y era suyo. Supe que estaba llorando. Lo que no supe fue distinguir las lágrimas de las gotas. 

  Rojo me da la vida.

domingo, 27 de noviembre de 2016

Rojo sobre rojo no es granate: comida.

A Rojo, por segunda vez.

  El sol de noviembre nos daba en la cara. Las cámaras reposaban en nuestros pechos y estábamos hablando de antiguos compañeros de clase. Estaba siendo un mediodía agradable, una temperatura ideal para decidir si llevar abrigo o no. Sentados en la terraza de un bar bebíamos sorbos cortos de café amargo y respirábamos una mezcla de humo de coche y de humo de tabaco. 

  A Rojo la conocí en la universidad. El cuando y el como no lo sé exactamente. Creo que fue en segundo o tercero de carrera. Yo hacía historia y ella estaba matriculada en historia del arte. Tampoco sé con total seguridad en cuantas asignaturas habíamos coincidido antes de dirigirnos las primeras palabras. Lo único que puedo recordar es que mi grupo de amigos conocía a su grupo de amigas pero creo que ambos éramos más satélites de aquellos grupos que no soles. Así que supongo que compartimos alguna mesa de bar y alguna otra de biblioteca sin apenas conocernos y sin mirarnos ni hablarnos. Lo que si que puedo asegurar es que no me llamaba la atención y tampoco quería conocerla. Al menos yo no tenía intención de hacer ese esfuerzo. Pero terminamos hablando y sentándonos juntos en clase de historia de la música. En esa asignatura la única persona a la cual conocía con más sombras que luces era a ella. Y ella me correspondió invitándome a sentarme a su lado aunque la escena fue incómoda creo que para ambos. Cuando la saludé aquel día ella me dirigió una mirada y tres palabras. Luego me quedé sin saber muy bien que debía hacer así que estuve un par de minutos pensando y recorriendo el aula con la vista. No sé que pensó en ese preciso instante pero lo siguiente que me dijo fue:

  -Vols seure aquí?

  El tono no fue muy agradable. Sonó un poco como a "siéntate ya que me estás poniendo nerviosa". Su voz sonó tranquila y profunda a la vez que metía presión a la hora de decidir. En realidad no tuve tiempo a decidir ni a pensar. Ya estaba nervioso al tratar de ser educado y ella me asustó más si cabe. Respondí afirmativamente y pasados cinco minutos me estaba arrepintiendo de todo aquello. La historia es un poco más larga en realidad. En el bar, horas antes de coincidir en dicha aula ella le preguntó a mi grupo si alguien hacía alguna asignatura de arte y todos respondieron que no, que ese año se iban por otras ramas educativas. Yo no respondí, tengo la tendencia de pensar que mi vida no le importa a nadie. Ella me fulminó y repitió la pregunta señalándome indirectamente a mí y ahí también me puso nervioso y le di un no como respuesta sin recordar que estaba matriculado en historia de la música. La cara que puso cuando me vio horas más tardes y manteníamos esa especie de conversación fue de "vaya chaval". No sé si añadiría un tonto detrás del chaval o un despistado pero me impuso mucho. A partir de ese día empezamos a hablar de forma más frecuente, compartimos horas y horas de biblioteca, bar, Facebook y Twitter, nos contábamos algunas cosas y nos recomendábamos otras. Era divertido y era absoluta y pura rutina que deseaba que no se terminase nunca. Pero todo debe tener un final. 

  Mientras divagaba en los pensamientos ella me devolvió al mundo real con otra pregunta sobre un compañero de clase. No mantengo el contacto con nadie de la universidad excepto ella y otra amiga que aún me dura. Los demás se perdieron por el curso del tiempo o vagan por el espacio virtual de otra realidad que no es la mía. Al final ha resultado ser ella la que se ha ido quedando y los demás los que se han ido sin despedirse cuando siempre creí que iba a ser al revés. Y de esto no me arrepiento en absoluto. Tampoco sé muy bien como empezamos a vernos fuera de las horas de clase pero lo hicimos y fuese como fuese ahora poco importa. El caso es que ahora estamos frente a frente y aunque ella no lo sabe, he conseguido vencer al monstruo que se asomaba detrás de sus ojos cada vez que trataba de sostenerle la mirada. 

Rojo (no) me da miedo. 

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Rojo sobre rojo no es granate: desayuno.

A Rojo, por dejarse admirar.  


  Las diez y media y yo volvía a llegar tarde. Había calculado mal la ruta que nos llevaba al punto de encuentro y volvía a hacerla esperar. Intento ser puntual pero siempre hay algo que no sale bien. Un día fue un camión, otro día un coche de la autoescuela y otro día la cola del banco. Claro que seguramente se hubiese solucionado si fuese lo suficientemente previsor para salir diez minutos antes. Por si acaso. 

  Ella estaba sentada en un banco de madera leyendo un libro. No me fijé en la portada ni en el título. Tampoco le pregunté, no me interesaba demasiado. Habían pasado meses que parecían años y que podrían haber sido siglos de haber vivido eternamente. Se levantó y me saludó, no sin antes soltarme una reprimenda por ser impuntual. Lo hacía con la mirada fija y con un asomo de sonrisa que me ayudaba a entender que aquello no iba en serio. Nos dimos los dos besos de protocolo. Y digo de protocolo porque tenía la impresión que a ella no le hacía especial ilusión dármelos y yo a ella tampoco. Ninguno de los dos tiene el don de transmitir sentimientos, más bien de escondernos bajo mantas y sábanas, de construir murallas que llegan hasta el más allá y de caparazones duros donde asomamos la cabeza cuando nos interesa pero nunca jamás dejamos entrar a nadie. Llevaba su abrigo rojo con el que la había conocido. A veces creo que cuando llegue el momento, la enterrarán con ese abrigo puesto. Tiene otro de azul oscuro pero ese no es suyo, no le pertenece. A ella le pertenece el rojo y punto. Lleva una mochila o bolsa, llamadlo como queráis donde seguramente lleva recogida su mimada cámara de fotografiar. Yo llevo mi mochila negra y amarilla y también llevo la cámara. No sé muy bien para que la llevo pero si no lo hago se enfada. Mientras andamos le explico un poco de mi vida, le hablo del horizonte que va más allá del hilo azul que se abre por la Costa Brava, de como sigo tirándome detrás de balones de baloncesto, de las veces que he llorado por esa chica de la que tan enamorado estoy sin ser correspondido. Aquí ella me corta y me dice:

  -Tens por que sigui l'última vegada que t'enamoris així.
  
  Pienso, busco una respuesta mientras encaramos la entrada de un bar. Mientras, ella inhala una calada de su cigarro y lo tira. Me mira aunque yo no la miro a ella. Me quedo un poco quieto y le doy mi respuesta:

  -Tinc por de que sigui l'única vegada que sento amor així. 

  Sonríe y me sujeta la puerta para que entre delante suyo.

  Ella elige acomodo, ella sabe cual es la mejor mesa y las mejores sillas y yo únicamente la tengo que seguir. Es un bar normal y corriente, con sillas de madera, con azulejos en paredes y suelo que le dan un toque veraniego. Tienen un par de cuadros colgados, un espejo, unas cuántas fotografías de distintas épocas y dos camareros jóvenes que se mueven con rapidez. Uno de ellos está detrás de la barra, sentado, absorto con su teléfono y tecleando la pantalla. Debe ser un móvil táctil de estos que todo el mundo tiene excepto yo. Ella vuelve a regañarme: 

  -Compra't un teléfon ja i posa't whatsapp que no sabem res de tu, coi. 

  Sabe que no lo voy a hacer pero por intentarlo no pierde nada. Desayunamos. Un café con leche y un bocadillo pequeño. Tampoco se trata de la gran cosa, estamos más para charlar que para comer. Ella me habla un poco de cine y series, de su vida en Girona, la tesis que le amarga la existencia y de fotografía. Aquí me vuelve a regañar con gesto serio cuando le digo que hace un año mínimo que no toco la cámara. 

  -Doncs molt malament noi- me dice.

  La verdad es que me da un poco de vergüenza cuando me mete estas pequeñas broncas porque sé que tiene razón. En cierto modo me hace sentir culpable. Creo que debería invertir más tiempo en mirar series, mirar películas y hacer fotografías, así tendría más cosas que compartir con ella. Pero tampoco son mis pasiones, son las suyas así que utilizo el tiempo que puedo y muestro el interés que tengo. Miro mi cámara de fotografiar la cual ya ni recordaba el tacto que tenía. Trasteo con ella a la vez que ella está viendo sus últimas fotos. Me debato entre la admiración y la envidia, con la mirada clavada en ella y en el movimiento de sus manos. Va murmullando cosas y va pulsando botones, no sé si es el de borrar o el de ampliar y tampoco importa. Cada vez que levanta levemente la vista para ver que hago agacho la cabeza y hago ver que juego un rato con mi cámara. Rápidamente vuelve a su faena. Pasados unos minutos me empieza a enseñar fotos, me explica cosas del diafragma y de la obturación, me da consejos y me hace un recordatorio rápido de como funciona mi máquina. Le pregunto porque realmente me interesa. Me interesa la fotografía y me interesa que ella me siga hablando, que siga estando ahí. Me mira y me pregunta:

  -Ho has entés?

  Asiento con la cabeza aunque no sé si es del todo verdad. 

  Seguimos hablando sin fijarnos en el reloj. Paga ella puesto que yo he hecho (según ella) el esfuerzo de venir hasta aquí y ya me he dejado suficiente dinero en gasolina. Añade que lo importante es que he invertido mi tiempo en venir a verla. Le digo que es una inversión bastante fiable y segura, que no tiene mucho riesgo. Vale la pena. Damos un rodeo. Y dos. Y tres. Me obliga a tirarle fotos a todo lo que se mueve. Y a lo que no se mueve también. Obedezco y me pongo a tirar fotos como un poseso. Ella va mirando el resultado y hace indicaciones sobre errores o me da la enhorabuena por hacerlo bien. Va pasando el día sin que apenas nos demos cuenta. Cazamos momentos e inmortalizamos instantes a cada paso que damos. Es más bonito ver el mundo a través de un objetivo, te permite ver lo realmente importante y enmarcar aquello que quieres expresar sin tener que recurrir a las palabras. 

  Cuando me doy cuenta son las dos del mediodía y tengo un largo trecho hasta llegar a casa. Tengo que ir a buscar el coche aún y salir a la autopista lo que no sé cuanto me va a llevar. Soy bastante desorientado para estas cosas. Antes de darme tiempo ella me invita a quedarme a comer y a hacer una especie de excursión por la tarde. Acepto casi sin quererlo, como si llevara toda mi vida esperando a este momento. Se pone a andar y la sigo. Miro mi cámara de fotos y empiezo a reflexionar sobre su uso. Dudo de si quiero fotografiar o si simplemente me la compré para estar más cerca suya. Me pongo en posición de ataque, guiñando el ojo y con el dedo encima del disparador. Ella es el centro de atención de una foto que jamás existirá pero que guardo con recelo. Ando mirándola a través del objetivo. Me pregunto si estando así sería capaz de mirarla a los ojos. No lo sé pero sé una cosa:

  Rojo me da seguridad.