martes, 25 de agosto de 2015

Explosión de estrellas fugaces

  Por enésima vez me he preguntado quien soy. Sé que estoy en un punto de nuevo importante, noto que me rodea el aroma del cambio, del avance, de la puesta de sol que se una a la salida de una nueva luna. He perdido el interés en la muerte y ahora me abrazo a la vida, no quiero perderla bajo ningún concepto. No temo tanto a la muerte como a no sentirme ni estar vivo. Porque la vida encierra cosas maravillosas y cosas lamentables y triste, guarda recuerdos en cuero, paisajes y sentimientos amontonadas como paja en fardos. La vida pasa delante de mis narices y me doy cuenta de que no la estoy viviendo, la estoy mirando, paseando y acariciando a la belleza, esa que se pierde en cuanto roza mi piel. Estoy en el punto en que debo decidir si seguir como hasta ahora o dejar de sentir nostalgia por aquello que nunca ha ocurrido y que nunca sabré si ocurrirá. Y prefiero levantarme y atacar que acatar las normas de un mundo regido por putas y ratas ingratas que se aferran a mis erratas y miran como poco a poco me hundo. A todo esto le planto un no rotundo y tomo la primera salida de la rotonda directo a la autopista que me lleve a paisajes más agradables y a personas palpables. Paso de esperar a un Caronte carente de ambiciones, me deshago de las cadenas que me atan y me pierdo cada día en sonetos y sonatas mientras sigo mirando al lado que es donde caminan los míos. Y ríos de tinta se derraman cada vez que me muerdo la lengua, la luna mengua en cada paseo en la playa y que haya esperanza en el más allá que tan lejos se halla que yo me quedo con el andar en grupo o en pareja por parajes eternos que se abren en la inmensidad de los que prefieren calidad pero sin renunciar a la cantidad. 

A través de estos ojos veo lo que va pasando y arrojo globos rojos al cielo estrellado. Empiezo a entender a que la vida es mejor dejarla fluir que huir de ella, y por ella muero cada segundo. Y así guardamos un minuto de luto por las horas muertas desaprovechadas. Será por negación o por negligencia, por inocencia quizás que yo la felicidad la perdí en algún triste despiste mientras ilustres personas ilustran portadas de libros que alumbran mi camino. La calle me enseñó a ser más duro, las personas a ser más puro, en las clases únicamente el no ser nunca un cero y mi madre a ser sincero. No es demasiado tarde para disfrutar de lo que tengo mientras me mantengo en la misma postura, con las mismas ganas de aprender que ayer, con la sensación de volver a nacer bajo una nueva perspectiva. Quiero deshacerme de la ira y de la mentira que asolan este mundo y quiero ser honesto conmigo y con todos aunque sé que será complicado porque soy más de pensar que de hablar por los codos. Pero soy de los que prefiere currar a lamentar porque todo se puede solucionar y creo en el cambio personal. Quiero disfrutar de cada momento, de las canciones que inundan el mundo, de los libros que leo, de los cuadros que veo, quiero ser yo, el mismo chico que sigue jugando a la Game Boy y se declara seguidor de la casa Greyjoy mientras vengo y voy sin un rumbo fijo, buscando una mirada y una sonrisa que encontré en un atardecer casi de casualidad rodeado de piedras y de patos de cuello verde. 

  No voy a ser yo quien ande enamorado de este drama al que llaman mañana. La vida es un cúmulo de vivencias y no puedo esperar a vivir de nuevo, a volver a valorar cada gota del vaso y sin hacer ascos a las posibles malas experiencias que vengan, no habrá venganzas con saña ni más fuerza que maña. Simplemente el reaccionar cuando llegue. La vida enamora cuando te muestra el bonito tejido que trazan los hilos del destino que a veces no atinan en el blanco pero valen la pena igualmente. Mecenas de este mensaje, he pasado noches en vela y decenas de días sin cena pero con el ánimo intacto de seguir creciendo. Y tras tanto tiempo invertido perdido ahora entiendo que la vida son todas aquellas noches de verano, las calles que corrimos encapuchados, los abrazos que nos dimos bajo la lluvia, el intercambio de miradas que nunca fue más lejos, el amigo que se fue al otro lado del charco y el que se quedó por miedo a perder, el padre que se deja la espalda por su familia, el respeto que se gana, la imaginación adquirida de leer, la piel de gallina con un tiro en el último segundo, la última fila de una clase de historia y el último taburete de un local de jazz. El whisky con hielo que se derrama antes de llegar, el grafiti pintado en memoria de un compañero, el sentimiento de formar parte de algo muy importante, la sensación de que algo que no ha pasado y que debía pasar. La vida es una especie de barca que rescata náufragos a la deriva y los une a todos mientras se pierde por un océano de lágrimas de aquellos que fracasaron y llegaron al ocaso sin ser soñadores. Derrotados que te miran y te siguen diciendo que es imposible porque ellos nunca lo consiguieron, envidiosos que viven de lo que haces. Infelices.

  Y en este punto estoy yo, un ente latente que ha perdido la fe en volver a sentir la felicidad, que cree en ella pero que se halla en un limbo inalcanzable. Aún así, lo intentaremos porque de eso se trata el camino que trazamos. Y pegadle un tiro al mañana que yace en la cama que yo ya no creo en él. El hoy por encima de todo lo demás Y lo que tenga que llegar pues ya llegará, ya sea una explosión de alegría o una llaga de tristeza. Mientras tanto, cortaré el hilo rojo del destino que creía que me ataba y me precipitaré por el principio del precipicio de tu ser y me perderé en tu interior, deseando tener toda tu vida por delante. Seguiré buscando un final perfecto al texto y en eso consiste mi último reto, en contarte que nunca antes habías vivido tan intensamente como en mi imaginación. 

domingo, 2 de agosto de 2015

Querida Diana (IV de IV)

  Si os digo que hice durante mi día libre no os lo creeríais. O si porque llegados a este punto creo que era la única opción que me quedaba. De la noche al día Querida Diana se había convertido en mi tablón salvavidas, sin yo quererlo aunque una parte de mi era lo que buscaba. Deseaba que Querida Diana se alejase, se marchase, se muriese. Quería que desapareciese como si nunca hubiese existido. Borrada de la faz de la Tierra, de toda memoria y yo feliz con mi vida delante de la caja del supermercado, con mi chapa y mi uniforme. Pero eso era lo que anhelaba porque sabía que la parte irracional de mi mente deseaba abrazarla y amarla, besarle las manos y las mejillas, perderme entre sus senos y naufragar entre sus piernas. Todo ello conformaba un caos llamado Querida Diana. Ese día llamé a mi pareja y una hora después y litros de lágrimas vertidas sobre el suelo, me quedé a solas, con el teléfono en mi mano y sin respuesta en la otra línea. Sentía que debía hacerlo. Las doce del mediodía, la hora de comer para los turistas que se amontonan por las calles del pueblo, la hora de mayor densidad de personas en apenas unos metros cuadrados. Me lancé a la aventura, me puse la mochila y me armé con mis cascos y salí a buscar lo que tanto tiempo llevaba buscando. 

  Durante tres horas anduve sin rumbo alguno, perdiéndome entre la multitud, pasando por todas las aceras, pisando fuerte, repasando todos los rostros que se cruzaban conmigo tratando de encontrar esa mirada de hielo, esos ojos azules casi blancos que tantas veces habían penetrado mi alma. Tomé aliento en un banco. Un banco en la plazoleta donde se veía aquel edificio rancio y feo que enamoró a Querida Diana. Necesitaba pensar, crear un plan de acción para que mi búsqueda fuese más sencilla. No era tarea fácil, no tenía ni idea de donde podía alojarse ni donde podría ir a comer. Empecé a trazar una área teniendo en cuenta que venía a comprar al supermercado en bastantes ocasiones. Listé sitios en los cuales podría estar en esos momentos y las rutas por donde podría pasar. Viéndola se me ocurrió que le gustaba andar a solas y por lo tanto se escondería del gentío de las calles más transitadas. También sabía que era de andar lento así que supuse que yendo rápido me acabaría encontrando con ella, más temprano que tarde. 

  Empecé a recorrer calles poco a poco, sin prisa pero sin pausa. A medida que las horas avanzaban sentía que la frustración invadía mis venas y el nerviosismo empezaba a circular a toda pastilla por mis arterias. Sudaba porque no sabía muy bien que hacer ni a donde ir. El maldito plan no resultaba y el lento devenir del tiempo lo hacía insufrible. Quería gritar, arrancarme los ojos y lanzarlos muy lejos, atravesar mi cráneo con los dedos y dejar que el sol fundiese mi cerebro. Respiré hondo y y miré a mi alrededor. Nada que fuese interesante, una calle vacía... Justo el paisaje que atraía a Querida Diana. Era buscar una aguja en un pajar, una misión imposible. Me senté en el borde de la acera y me pregunté si todo lo que hacía era en vano. No quería admitir la derrota pero ésta era inapelable. Ni siquiera había considerado la posibilidad de que hubiera partido ya a su casa de nuevo. Una parte de mi quería irse a casa pero otra se negaba a que Querida Diana hubiese desaparecido como humo y que lo hiciese sin mi. No me cabía en la cabeza. Arrastré los pies una, dos, tres calles. Arriba y abajo, fui perdiendo la cuenta de cuantas veces repasé una y otra vez las calles, cuantas veces limpié los locales cercanos buscando esos ojos azules casi blancos. 

  Me volví a casa. Me cansé de buscar, mis ánimos estaban bajo cero. Siempre tenía la esperanza de que me iba a sorprender en una esquina, en una plaza. Incuso cuando abrí la puerta de mi casa esperaba que ella me recibiese con esa sonrisa burlona que me había enamorado. No estaba ahí y no iba a estar nunca. Estaría dando saltitos por la calle o metida en el avión rumbo a su casa. No tenía ni idea. Se me escapó una lágrima, la decepción se notaba en el ambiente. Durante una hora me encerré en mi habitación, no me apetecía comer o hablar. Quería estar con ella pero era tarde. El rechazo del principio pesó demasiado. Mi perfecta obsesión de no querer amar o más bien de querer elegir a quien querer hizo que me estampase de bruces contra un muro una y otra vez. Jamás rompí el muro y ella se marchó para siempre. Salí de la habitación y miré a mi madre. Recogí la ropa y encaminé mi cuerpo marchito a la ducha. Tal cual entré en la ducha oí que mi madre me llamaba:

- Helena, la cena está lista. 

  Yo no quería pero le respondí afirmativamente.