martes, 23 de junio de 2015

Querida Diana (III de IV)

  Los días posteriores se fueron sucediendo sin ningún hecho interesante. La rutina había tomado el control de toda mi vida y marcaba el ritmo de todas las acciones. Seguía yendo a trabajar, me encontraba con mi pareja a la hora de comer cuatro veces a la semana y por las noches trataba de deshacerme de toda aquella mierda bebiendo cerveza con mi grupo de amigos. Así se habían sucedido los días desde que empecé el trabajo y así siguieron avanzando. Lo único es que aquellos ojos azules casi blancos seguían estando presentes allá donde fuesen mis pasos. Sentía el escalofrío de la mirada penetrante y de aquellos infantiles gestos de emoción o decepción dependiendo del momento y de la compañía. 

  Hacía ya tres días que no veía a Querida Diana. No la echaba de menos pero me descubría siempre pensando en ella y en lo que estaría haciendo. Cuando hablaba con mi pareja siempre terminaba hablando de ella, de su postura, de la sensación de que ella flotaba más allá como si nada de este mundo pudiese hacerle daño, ajena a todo mal y a todo dolor que recorre el planeta en cada palmo. Mi pareja siempre se lo tomaba con filosofía y me siempre terminaba repitiendo lo mismo:

  - Es una turista. En dos días la dejarás de ver y te olvidarás de ella. 

  Y tenía toda la razón. Pero eso no iba a aplacar mi ira con mi ego que se esforzaba al máximo para permanecer atado a las expresiones burlescas de Querida Diana. 

  Esto sucedió en el tercer día. Me obligué a salir con mis colegas cuando apenas tenía ganas pero tampoco quería hundirme en la almohada a pensar en ella. Iba con la idea de no pensar en Querida Diana así que me esforcé al máximo para tratar de seguir cada conversación, opinar sobre todos los temas posibles, hacer burlas o bailar en la pista. Y el resultado fue exitoso. Durante buena parte de la velada no pensé en absolutamente nada que no tuviese que ver con el presente más próximo, con ese momento y esas personas con las que compartía el espacio y el tiempo. Me noté más alegre, sonreía, sacudía la cabeza y sentí que la energía circulaba a todo trapo por mi cuerpo. No sé si fue el hecho de bailar o si fue que había bebido más de la cuenta cuando soy de lo más responsable, el caso es que iba a ir a casa y ya sabía de antemano que esa noche iba a ser para mi y no para Querida Diana. Tocaron la tres y decidimos en democracia que era hora de largarse de allí e ir a buscar acomodo en los brazos de Morfeo. Nos fuimos dividiendo por partes, primero dos grupos, luego dos más, luego dos más y así hasta quedarme con la soledad de avanzar por las calles del pueblo. 

Recuerdo poco de aquella noche, la verdad. Recuerdo que iba tarareando una canción de Sam Cooke (¿Jamaica Farewell?) e iba dando tumbos. Pensé en que diría mi pareja si me viese... Joder, con lo que odia el olor a cerveza y lo destilaba por cada uno de mis poros. Seguí avanzando. Veía algunas figuras cruzarse ante mi aunque las veía algo borrosas y no recuerdo nada de aquellos desconocidos. Pasé sin enterarme por delante del bloque de pisos enegrecido que había enamorado a Querida Diana mientras seguía cantando el estribillo en un loop eterno. Yo pensaba que iba a ser libre pero el destino siempre se supera y cuando crees que ya lo tienes... ¡PAM! Aparece. Y así apareció de nuevo Querida Diana, sonriendo me parece. Me agarraba del brazo y apartaba la cara de mi, seguramente por la peste a alcohol. Yo recuerdo que le decía cosas de las cuales la mitad no debieron ser buenos (o más). No iba bien y ella me estaba tocando, me estaba estirando y me estaba arrastrando a saber donde. ¿Qué coño quería de mi? No sabía ni donde estaba y no recuerdo que expresión llevaba en la cara pero yo la seguía maldiciendo porque por su culpa el verano estaba siendo peor de lo que jamás podría haber sido.

  En mi mente pasaron diez días, en mi mundo de fantasía fueron cinco horas y seguramente en el mundo real fueron treinta minutos nada más. Mi espalda chocaba contra algo, quizás fuese un banco o quizás no pero me estaba apoyando en algo. Querida Diana estaba a mi lado. Supuse que era ella porque divisé una silueta con algo de color oscuro en la cabeza. Las luces me daban dolor de cabeza así que cerré los ojos. Querida Diana parecía controlar la situación. No esta situación concreta si no todo lo que estaba ocurriendo. Ella llevaba el timón de su destino y al ver mi barco sin capitán ni tripulación pues se puso al mando de éste también. Me daba rabia que ella pudiese ver a través de las mareas de los tiempos mientras yo tenía que viajar a su deseo y antojo. Aparecía cuando quería y se marchaba cuando quería. La odiaba, la odiaba mucho. Había tomado el más absoluto control sobre mi vida. El alcohol hizo mella en mi, las luces me nublaban las ideas y el calor del 25 de julio tomó posesión de mi cuerpo. En un intento loco de volver a controlar la vida traté de ponerme a su nivel. La agarré del brazo y cuando se giró le planté un beso con sabor a Heineken que seguro que no olvidará jamás. Ella se retiró lentamente y me pareció que agachaba la cabeza. Había hecho mal, yo tenía pareja y a Querida Diana no iba a volverla a ver nunca jamás. 

  Aquella noche dormí en mi cama sin recordar como demonios llegué a ella.

jueves, 18 de junio de 2015

Querida Diana (parte II)

  El maldito trabajo de verano me tenía hasta las narices. Me estaba cansando de tratar con idiotas e imbéciles a partes iguales, de gente que no paraba de hacer comentarios sin gracia, grotescos y de persones que se creían los reyes del mundo. Me empezaba a joder todo, la música de los 40 que sonaba durante toda la jornada laboral. Lo peor sin discusión alguna era poner buena cara, usar palabras amables y tratar bien a clientes que eran unos auténticos capullos integrales. Eran las peores diez horas de la historia porque la tortura empezaba tan pronto salía por la puerta de la casa y no terminaba hasta que me quitaba el uniforme. Cada noche antes de acostarme pensaba que no podía ser peor pero el destino era caprichoso y me mostraba que no hay nada imposible. Al cabo de un par de semanas me acostumbré y terminé pensando en cuan malo iba a ser el día siguiente y en cuántos idiotas me iba a cruzar. Esos eran mis pensamientos que se agolpaban en mi cabeza en mis horas libres. La mayoría de veces la ducha se los llevaba con el sudor acumulado, otras se quedaban durmiendo en mi cama, acurrucados a mi y haciéndome pasar una calor terrible. 

  Tras conocer a esa chica mi rutina cambió ligeramente. Sus ojos azules casi blancos y su mirada me habían penetrado hasta lo más hondo de mi conciencia. Salí del trabajo con la cabeza gacha. El sol empezaba a esconderse y la calor iba dejando paso a la insoportable humedad de las cortas noches de verano. Justo al salir tenía la mente absolutamente en blanco aunque tras caminar unos metros me encontré indagando en mi memoria, tratando de recordar cada curva de la figura de esa chica, algo a parte de sus ojos azules casi blancos que me habían cautivado. La vi con esa sonrisa de disculpa y con esa expresión alegre, con esos gestos que llamaban la atención, esa presencia que congelaba el espacio y obligaba a la gente a dejar cualquier cosa que estuviese haciendo para mirarla. Mi cabeza fue dando rodeos absurdos con preguntas que no iban a tener respuestas. Me acordé de sus tres acompañantes. Había un chico joven que no pude describir pero que imaginé era su pareja, su novio. Lo maldije en voz baja, susurrando, como si necesitase oírme para saber que pensaba eso de verdad. Cuando me di cuenta del tiempo que había invertido en estos pensamientos me vi enfrente del espejo con el pijama puesto y el cepillo de dientes en mi mano izquierda. Genial, había perdido toda la tarde por culpa de unos desconocidos. Los volví a maldecir mientras me metía en la cama y deseé no tener que volverlos a ver nunca más. 

  Mis deseos no fueron escuchados por nadie y me la encontré a primera hora. Llevaba unos tejanos cortos y una camiseta abierta desde la axila hasta la cintura. También lucía unas Converse azules y un pañuelo totalmente blanco. La escena era muy pintoresca. Estaba ella en mitad de una pequeña plaza en plena mañana sin que nadie pudiese molestarla. Tenía los ojos posados en un edificio, un bloque de pisos normal y corriente. Había como mil bloques de pisos como ese, quizás eran más altos, más bajos, de color amarillo o de color blanco pero esa chica miraba admirada y con expresión de incredulidad el edifico que se alzaba delante suyo. Con la piel de gallina, daba la sensación de que estaba observando algo que fuese a pasar a los anales de la historia, como si del David se tratase. Miré durante un rato aquello que había traído toda su atención y no encontré nada especial. O ella estaba estudiando arquitectura y había algo espectacular que escapaba a mi entendimiento o era una persona profundamente gilipollas que se había enamorado de un piso feo, ennegrecido por la lluvia y sin balcones. Tras un instante de vacilación, vi que aquello no iba conmigo y que no me importaba lo que esa chica estaba haciendo con su vida así que recogí mis pensamientos, los guardé y recuperé el camino al trabajo. No fui muy lejos sin que alguien me estirase del brazo. Me sobresalté y di un paso atrás con el fin de protegerme. En el brusco giro que hice casi tiro a la persona que me había agarrado. Cuando levanto la vista, esa chica me estaba sonriendo. Parecía especialmente contenta no sé si por verme o por haber descubierto el piso de antes. La miré de arriba abajo. Tendría no más de dieciocho años. Estaba rebosante de energía, iba dando saltitos mientras señalaba el edificio y me iba lanzando preguntas rápidas que no llegaba a comprender. Y haberlas entendido hubiese sido incapaz de responderlas en un lapso de tiempo tan corto. Con una sacudida me quité su mano de encima y me largué. Justo antes de girarme vi lo que era una cara triste, parecía una niña pequeña decepcionada por no tener lo que buscaba. 

  La verdad, no quería herirla pero tampoco quería estar con ella. Su presencia me abrumaba. Además la escena era bastante violenta y podía dar paso a malentendidos. ¿Qué hacia yo con esa chica agarrada del brazo en mitad de la calle? No, yo pasaba de esos rollos. Me fui alejando de ella sabiendo que me estaba siguiendo con la mirada, esperando a que me girase. Yo sabía que no iba a hacerlo. No tenía nada que decirle y tampoco quería tener algo de decirle. Pero ella no opinaba igual así que antes de que pudiese desaparecer del mapa, ella lanzó un mensaje al aire:

- ¡Diana!

  Me paré un segundo y seguí andando. Y así fue como Querida Diana terminó entrando en mi vida. 

jueves, 11 de junio de 2015

Querida Diana (parte I)

  Su figura destacaba entre la muchedumbre que iba pasillo arriba pasillo abajo de aquél pequeño supermercado. El establecimiento no era muy grande y tenía lo justo: una sección de alimentos, una de limpieza, una de higiene y poca cosa más. Me encontré dando la espalda a la caja de la cual me ocupaba mientras la miraba con una mezcla de devoción y envidia. Un cliente me sorprendió clavando sus ojos y murmurando algunas palabras de rabia. No sé cuanto llevaba ahí y no me importaba. Ni le miré, pasé sus productos y le solté el precio con cara de asco. Ella se había perdido por alguna esquina pero sabía que tarde o temprano la iba a enfrentar. Al cabo de unos siete minutos atendiendo la vi al final de la fila, hablando con sus acompañantes. Vestía un vestido blanco y verde claro, un pañuelo azul y calzaba unas sandalias que parecían salidas del vertedero más cercano. Era horrenda mezclando colores. Vaya si lo era. 

  Pasados tres clientes le llegó su turno. Fue sacando las cosas del carro poco a poco sin que los demás le prestasen demasiada atención. Quizás se habían acostumbrado a su presencia. Levanté la vista y vi que iba acompañada de un chico de unos veinte años, bastante alto, quizás cerca del metro noventa y ojos marrones claros. Fuera de su altura no tenía nada que llamase la atención. También iba con un señor que supuse que era el padre de algunos de los dos jóvenes (o de los dos). Era canoso y se movía con cierta lentitud, como si le pesase la cámara de fotos que llevaba. La mujer no paraba de mirar el teléfono y de girarse metiendo prisa a sus acompañantes. Iba con una pamela pasada de moda y una camiseta roja horrenda. Me dije que su gusto se parecía al de la chica que seguía atareada sacando la compra así que debían de ser familia por narices. 

  Pasé los productos por el cristal con desgana, esperando a que sonase el pitido que hace toda cinta de supermercado cuando lee el código de barras. Atendí que habían comprado multitud de comida para picar y productos de higiene personal. Y una caja de condones que me quedé mirando como si de un Picasso se tratase. Noté que ella me miraba pero no tenía ganas de cruzarme con nada ni nadie en esos momentos. No la conocía, no sabía quien era y no me gustaba un pelo. De fondo sonaba una canción pop de los 40 lo cual hizo que la escena no mejorase en absoluto. Les dije el precio final y los cuatro se quedaron mirándome fijamente con una sonrisa de amabilidad. Claro, no entendían el idioma supuse. Malditos turistas.Les giré la pantalla con el precio para que lo viesen e inmediatamente después sacaron sus monederos y carteras y empezaron a discutir supuse sobre quien demonios iba a pagar. No habían tenido tiempo antes para zanjar el asunto que lo tenían que hacer en mitad de la cola que se alargaba por momentos. Quise decirles algo pero aquella chica me sorprendió. Estaba quieta mirándome, con el grupo sin formar parte de él. Se encogió de hombros y me dedicó una sonrisa cargada de disculpa, avergonzada por lo que estaba haciendo. Yo me quedé mirándola un buen rato, tenía unas facciones bastante marcadas, unos pendientes en forma de hoja de roble y unos ojos azules que por momentos se transformaban en blancos. Agachó la cabeza un rato después como si hubiese tenido miedo de que yo le hubiese leído los pensamientos o algo por el estilo. Sentía que en ese momento todas las miradas del supermercado se posaban en ella. El grupo seguía hablando, a veces muy serios, otras más alegres, insistiendo unos sobre los otros. El resto éramos espectadores de ese perfecto lienzo donde ella encarnaba a la Libertad que años atrás pintó Delacroix. Yo no sabía si formaba parte de todo aquello. Hubo un instante en que me pareció estar en sintonía con la chica que iba lanzándome ráfagas de miradas. Nunca se volvieron a cruzar nuestros ojos. Quizás habían pasado tres minutos, quizás tres años o quizás tres siglos pero me di cuenta de que el chico estaba tratando de pagarme y parecía que llevaba un rato intentándolo. Los miembros que formaban parte de la cola tampoco parecían haberse percatado de él. Recogí el dinero y les devolví el cambio. Entonces la pintura se transformó en película, ella salió impoluta y de forma majestuosa y así se perdió calle abajo. Yo seguí tratando clientes sin quitarme de la cabeza ese vestido blanco y verde que había sido tejido para la ocasión.