martes, 28 de mayo de 2013

Mil palabras y una guerra (o el valor del escritor)

Si la grandeza no invade el cuerpo del escritor cuando coge la pluma y decide hacer lo único que sabe con absoluta certeza, nunca lo hará. En ese papel en blanco deja algo más que palabras y allí, al fondo del armario, amontonado y escondido tras las ropas de invierno encuentras todo lo que significa agarrar un bolígrafo y llenar de historias un cuaderno a cuadros de tapa dura. Tachones, colores, frases, palabras, ideas incompletas, versos escondidos… Estados de ánimo. Ahí está al desnudo más bello posible para alguien que jamás volverá a hacerlo, la magia de leer entre líneas y esperar encontrar lo que nunca se perdió. Escondido en mentes, absurdas realidades se solapan con ficciones reales… Ahí anda el humano sin ropas ni maquillajes, navegando a la deriva en un periplo sin fin, yendo de un lado a otro recordando relatos cortos de Márquez y breves versos de Neruda que siguen flotando en las solapas de libros viejos y de páginas amarillas. Quisiera ser el escritor un ser más sociable, más persona pero ¿cómo serlo tras leer a Bukowski? Se antoja un antojo de embarazada la posibilidad de ser algo más que un ser físico. La piel recubre las entrañas mientras las emociones corren en la intemperie buscando un refugio de metal. Cuando el sin sentido cobra sentido entiende el hombre que todo es un sin sentido. La lógica imperante se desvanece, las rígidas leyes empleadas anteriormente se quiebran y los mismos escritores se marchitan con agua de mayo si la inspiración no les visita. Que no es una manera de decirlo simplemente, es el arte de decirlo con palabras precisas y sin dar rodeos (o dando muchos) para terminar no diciendo nada. Tantos pensamientos que mueren al cerrar los ojos, preocupaciones que no se marchan y poetas que se pudren bajo tierra tras escribir los cantos más bellos del mundo. Ahí, en el mismo sitio se encuentran Dumas, Verne, Lorca y Bécquer. Sin posibilidad de volver a verlos atareados con una sonrisa y disfrutando de aquello que les hizo grandes. Y sin quererlo, el escritor, fuera quien fuera, está realizando lo mismo que ellos una vez hicieron, entrando en la misma categoría que las figuras inmortales repletas de gusanos. Luces y sombras sueñan con sonidos y ruidos venidos desde lejanos países, el nexo de unión de todos los amantes de la literatura. Cuestión de gustos y de placeres, es el escritor una marioneta de su propio yo, aquel que le impulsa a sentir el hedonismo más puro, ya sea con papel o pantalla, con lápiz, teclado o delante de un micrófono. Es un intento del hombre en conocerse un poco más, de seguir indagando por la consciencia de uno mismo, de seguir sorprendiéndose de sus gustos y sus aficiones, descubriendo esos pequeños detalles que acaban marcando la diferencia entre lo bueno y lo mejor. Quizás no se necesite más que tiempo y el paisaje adecuado… Montones de libros sin leer, un ordenador y el silencio inexistente, pensamientos que abordan la mente cual barco pirata y corsarios vestidos de letras que entran hasta el fondo de tu persona para obligarte a pensar. Asalto de temores y dudas, difíciles de explicar y fáciles de esconder, gente resolviendo problemas por si solas, personas que no tienen solución a sus problemas… Mira el escritor tan bello paisaje con tan horrendos elementos que lo forman, pues del caos más absoluto nace la belleza más pura aunque todo depende de los ojos que la miren. Posiblemente tenga el hombre una actitud predecible a los hechos, muchos dictados por los cánones culturales impuestos desde hace siglos y siglos, dejando muy claro quien forma nuestro yo: todo es yo. Aquel muchacho del tren, la chica de clase con la que no dirige palabra o la mujer de sonrisa agradable que vende medicamentos. No darle vueltas al asunto podría ser una posible solución o vía de escape… Pero ¿para qué? ¿Es acaso el hombre una persona más alegre o está más contento sabiendo quién es y hacia dónde se dirige? ¿No es acaso la incertidumbre parte del trato con la vida? Lo que hay en la vida es lo que pertenece a cualquier ser humano, ni más ni menos, aquello que comparte y experimenta. No sabe el escritor (ni bueno ni malo) definirlo de ninguna manera. Igual que nadie puede dar una explicación factible sobre las emociones y los sentimientos. Más bien, nadie puede decir cuando se llega a ese punto porque nadie puede saber que mierdas es lo que estamos experimentando en dichos momentos. ¿Cómo sabe un compañero que su mejor amigo está enamorado? ¿Cómo reconoce este al amor? Si alguien formulase preguntas así en voz alta le tacharían de loco quizás, de pesimista o de filósofo. Pensar no está de moda, reflexionar mucho menos. Pero ahí está, todo ese mundo que rodea al escritor, de banales acciones y palabras, de seres que odian mojarse y van a la playa, personas que critican la MTV mientras bailan sus canciones en una discoteca de mala muerte. Y si se toma el escritor un respiro verá que su faena va mucho más allá: es el escritor además de artista un inventor de mundos, un filólogo de emociones, un Rodin de carne, una mera estación en el oasis más absoluto, capaz de hacer soñar a una cantidad ingente de personajes mientras disfruta de la vida. ¿Y qué más puede hacer? Informar, expresar, sensibilizar, ayudar… En la palabra erradica la fuerza del escritor pues en ella están las almas de antiguos trovadores medievales, las de don Quijote y Sancho Panza recorriendo una tierra creada por Tolkien y narrada por Dostoievski. Ahí está la clave de la vida del escritor, retroalimentándose de sus propias obras y de las ajenas, descubriendo estilos y moralejas escondidas. Lo que el escritor no sabe es cuánta fuerza tiene la palabra que emplea. Lo único que sabe es que una imagen no vale más que mil palabras y que estas siempre ganan en las guerras.