miércoles, 18 de diciembre de 2013

Un motivo

- ¿Por qué te gusta tanto escribir?
Estaba tumbado en mi cama con Marina cuando me lo preguntó. Hacía un calor de primavera que chocaba de frente con la época, pues justo empezábamos a ver el final de lo que había sido un enero bastante frío. La pregunta me sorprendió. No, lo que realmente me sorprendió fue el tono y la naturalidad con la que la realizó, como si ese fuese el lugar y el momento exacto e indicado para hacerla. Cruzamos miradas durante un instante y ella sonrió a la vez que me apretaba con los brazos aguardando a que yo abriese la boca. Hasta entonces lo único que nos había impedido de disfrutar nuestro silencio fue nuestra respiración profunda y el tic tac del reloj que decoraba la estancia.
  En un ejercicio de reflexión y con los ojos puestos en el techo decidí buscar la respuesta más idónea para esa complicada pregunta. Hice un largo recorrido por los distintos motivos que me empujaban a contar verdades con un bolígrafo y un papel. A cada parada recordaba algún texto y escritos, viendo lo mucho que había cambiado a lo largo del tiempo.
  La primera parada fue el placer puro, las ganas de satisfacer a mi ego y las ganas que tenía de crear mundo nuevos, dimensiones relativas y falsas realidades que se solapaban entre si. Unido a este punto descubrí, no sin cierto grado de sorpresa y asombro, que quizás buscase la admiración y el respeto de los demás, un reconocimiento merecido que me llevaba a buscar historias y experiencias para poder relatar parte de mis vivencias.
  El camino se seguía trazando sin olvidar lo pensando anteriormente. Llegué a pensar que podía ser que el motivo principal no fuese otro que el del talento. Decían que se me daba bastante bien realizar el ejercicio de escribir y me habían insistido en algunas ocasiones (más bien pocas, pero lo habían hecho) de que no lo dejase y de que valía la pena que siguiese alimentando mi mente de esta forma. Yo no había reconocido nunca mi talento, ni tan siquiera lograba vislumbrarlo pero algunos días, releyendo antiguas creaciones mías me había sentido bastante orgulloso de mi yo escritor. Por otro lado también me dejé llevar y pensé en lo importante que resulta ser el acto de escribir. Dejar plasmada de alguna forma parte de tu pasado y de tu existencia, de mantener vivas partes del recuerdo. Siempre pienso en si al redactar todo lo que me sucede en un papel no estoy eliminando elementos esencial de lo que viví. Por muy bueno que sea el escritor nunca será capaz de llenar de letras el vacío que generan los sentimientos. Hay lugares donde la palabra no puede llegar. Aún así, creo que dejar impresa tu vida en un papel tiene un valor incalculable.

  No conté el tiempo que anduve divagando por las profundas cavernas de mi cabeza, cambiando de paisaje y de destino, buscando nuevos hogares, caminos... A cada paso mi ego cambiaba, se transformaba hasta lo que era yo en los momentos que escribo estas líneas. Se me ocurrió una respuesta perfecta, que había sido creada para ese momento, esa situación y ese lugar. Una mezcla del placer, de la satisfacción, del buscar reconocimiento en otras mentes y de la necesidad imperiosa de saber que aún estaba vivo, pero para cuando la tuve en la lengua, Marina ya se había dormido.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Sobre mi (el yo de verdad)

  Dicen que el tiempo no pasa en vano. Yo me lo creo aunque tampoco le he dado muchas vueltas a ello. A día de hoy, me paro unos segundos y pienso que el presente pasa rápido, el futuro llega en pausa y el pasado se transforma en un abismo enorme del cual nunca puedes ver el fondo. Nueve años desde que te fuiste sin decir adiós y en nueve años uno puede hacer muchas cosas. 

 Hace nueve años. Eso es mucho tiempo, aunque para mi el tiempo pasa y punto, transcurre sin más, sin importarle lo que pasa en la vida de la gente. Lo que sucede tienes que valorarlo tú. Lo que yo pienso sobre estos nueve años es lo que opinarías o lo que dirías si me vieras ahora. He dejado de vestir con ropa deportiva y sin planchar, abandonando esas camisetas Umbro amarillas y naranjas. Ahora soy de camisas gruesas y tejanos, camisetas NBA y gafas marrones. Cambié el acné por una perilla mal recortada y algo de pelusilla debajo de la nariz. Camino recto y no desgarbado aunque soy menos expresivo corporalmente hablando. Tampoco hago ya las tonterías que hacía para llamar la atención y siempre que puedo intento pasar desapercibido. El silencio me acompaña y lo he hecho mío. Soy un enamorado del jazz, blues y soul, un ingeniero de frases y versos que crea sentimientos con el corazón desnudo y el alma recubierta de sueños. Soy nostalgia que sonríe no menos de cuarenta veces al día. Conocí nuevas rutas y nuevas personas, me moví a Malgrat, Blanes y Girona por deber y por ganas de buscar nuevos retos, viajé a Toronto y Roma para encontrar nuevos paisajes que describirte cuando volvamos a vernos. Llegué a licenciarme el pasado año en historia aunque tú te quedaste en mi primer objetivo de ser periodista. Mejoré mi crítica, intenté ser mejor persona de lo que fui ayer aunque no siempre lo conseguí. Me he mirado muchas veces al espejo y pensar en el fracaso, en lo poco capacitado que estoy para dar un paso al frente. He llorado al borde de la cama por ser incapaz de saltar muros, por no llegar a la meta o por llegar a ella usando atajos. También lo hice por personas que se fueron y por personas que jamás tuve. Estuve a punto de tirar la toalla una vez tras otra, quedarme sentado al borde de la senda sin saber hacer nada más que oír el lamento del mar. Estuve asomado a un pozo, a punto de saltar pero no lo hice. Tampoco me dejaron. Me llevé de ti la buena educación y el saber dar el doble de lo que pido y conseguí gracias a ello, gente que jamás me abandona (y a los que estoy y estaré eternamente agradecido). A parte de todo esto, ahora también conduzco un Polo gris, sigo jugando a la consola, miro películas que a poca gente le gusta y escribo en este blog todo lo que tengo y todo lo que soy. He creado realidades y dimensiones paralelas al son de Ismael Serrano y me sorprendo fácilmente, cada vez que veo algo increíble. Aprendí a valorar la experiencia por encima de las demás cosas y así disfruté de la universidad, del Pedraforca y sigo haciéndolo del baloncesto. Intento inculcar algunos valores de los que me regalaste a críos que empieza su idilio con el aro y el balón naranja. Soy adicto al café, a Neruda y al amor. Y hablando de amores, tuve el primero con una cajera que mataba las horas actuando en un teatro bastante feo. Hablé con la cara oculta de la luna y me dijo que buscase bien el motivo sobre el cual escribo. 

  Nueve años dan para mucho. Podría estar escribiendo eternamente sobre todo lo que me ocurre en el día a día. Recuerdo la vez que fui a visitarte. Hacía tiempo que no sabía nada de ti y al verte el mundo se volvió loco o del revés y yo me desorienté, sin saber en qué dirección debía correr para escapar de mi realidad. Quería llegar a la esquina más cercana y doblarla, no sé si por vergüenza o por miedo. Quizás fue por ambas cosas. Hay muchas cosas que me gustaría contarte y me encantaría que supieras pero quizás deba priorizar y decirte lo más primordial: te echo de menos mamá. 
Cuadro Retrato de la madre del artista de James Abbot

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Entierro

  Metió todos sus muñecos dentro de su vieja mochila que usó en su etapa colegial. Juntó todas las libretas llenas de frases escritas por sus manos y las tiró al contenedor azul. Ahí mismo fueron sus libros de sociales, naturales, lenguas y matemáticas que le habían acompañado durante la primaria. Los álbumes de portadas alegres y que tanto esfuerzo le había costado confeccionar acabaron en la basura. Recogió las numerosas prendas de ropas y se las llevó al vecino del primero para que su hijo las aprovechara. Con mueca seria y unas sandalias bajó al barrio y empezó a regalar sus colecciones de cromos, chapas y canicas. Guardó todas las fotos en una caja de zapatos y la escondió en un lugar del cual jamás volvería a acordarse. Dejó todos sus sueños abandonados en la cuneta más cercana y asesinó a los monstruos que vivían debajo de su cama. 

  Mató al niño que llevaba dentro y empezó a sentirse totalmente vacío.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Confesiones a la vieja usanza [III]: El precio del tiempo

  Siete días pueden pasar de muchas maneras dependiendo del contexto. No es lo mismo un minuto a solas que un minuto sin ti. Y así con millones de ejemplos más. El contexto resulta determinante para el paso del tiempo de una manera u otra. El reloj miente constantemente y el calendario me resulta totalmente innecesario si quiero vivir el presente. Ambos son solamente el resultado de esa fea costumbre que tiene el ser humano de querer medir todo aquello que le rodea para tener así una cierta apariencia de control sobre lo incontrolable, porque el tiempo no se puede controlar de ninguna manera, igual que tampoco se puede medir en su justa medida: el concepto del tiempo es algo banal e insustancial en todos los ámbitos teóricos posibles. Es algo que pasa y pasa, y nadie lo puede detener, ni hacerlo retroceder o hacerlo avanzar más rápido. ¿Se han imaginado alguna vez el fin del universo? Dejarían de existir las personas (buenas y malas), los animales y cualquier organismo vivo, el pasado sería destrozado y no habría futuro. Nadie podría leer los versos de Espronceda ni se volvería a oír la trilogía del Anillo de los Nibelungos de Wagner. Inutilizadas quedarían teorías como las de Einstein o Freud, a la vez que Maquiavelo perdería todo sentido. Se derrumbaría la torre Eiffel y nadie admiraría El Grito de Munch. La Sirenita se llenaría de polvo y se iría deteriorando hasta desaparecer y la películas de James Dean no evocarían emoción alguna. La Tierra terminaría siendo engullida y todo el universo tras ella, como si un gran agujero negro se lo zampase de un solo bocado. Nada quedaría para recordar, nada quedaría para olvidar. Incluso la esperanza sucumbiría ante tal desastre irremediable. Y en cambio, en esa absoluta nada que resulta ser inimaginable para cualquier hombre, el tiempo seguiría transcurriendo como si nada hubiese ocurrido, ajeno a toda desesperación y en medio del vacío total. La única diferencia erradicaría en que no habría nada ni nadie que pudiese medirlo: nada de relojes, teléfonos o calendarios... El tiempo, entonces, se transformaría en lo único existente en ese vacío. Pero aún sin ese control, seguiría atado a su destino que no es otro que seguir avanzando eternamente, ya no como segundo o como minutos si no como tiempo en todo su conjunto. Lo que desaparece son todas las medidas que atan al tiempo y que sirven para catalogarlo en un sitio u otro, en una zona u otra de la línea temporal que nos ata a la vida. Se pierde la capacidad de crear puntos fijos, situaciones irreversibles a la vez que desaparece el presente, el pasado y el futuro. Nadie podrá modificar su paso lento, como si de un reo condenado a muerte atravesase un pasillo infinito que le lleva al sitio donde se le condenará.

  Planteado de este modo quizás resulte un tanto desordenado, confuso y poco claro. Pues bien, nada podría evocar mejor (en el supuesto que resultase confuso) a mi yo en estos momentos. El tiempo puede pasar tantas veces como quiera que a uno no debería importarle. Lo importante tras tanta parafernalia filosófica y reflexiva, es lo que se hace en ese lapso de tiempo, sea cual sea la medida, sea cual sea la ubicación. Lo único que nos pertenece es nuestro presente y la capacidad de realizar cosas por nuestra cuenta. Lo voy a intentar simplificar: el tiempo no nos pertenece y jamás lo hará porque es algo que compartimos con el resto del universo aunque desconozcamos de su existencia. Lo que es nuestro es lo que ocurre dentro del tiempo. Un minuto como ente es algo vació, irrelevante. Un minuto son sesenta segundos. ¿Y qué son sesenta segundos? Pues son y serán lo que uno decide hacer en ese tiempo. No tiene sentido hablar de horas si no de lo que sucede dentro, y nadie puede darle valor a ese concepto fuera de nosotros y lo que hacemos, ya sea con gente o a solas. No importa donde estés ni adonde vayas, el minuto siempre será el mismo en su forma y solamente variará su contenido según el context que uno decida.

  Y ahí van mis motivos. Yo he vivido cada uno de esos motivos con una mezcla entre melancolía y nostalgia traicionera, regada con abundante tristeza. Pero entre tanta desolación siempre hay cosas que se pueden rescatar. Sonrisas, abrazos, un café o el sol de noviembre. Esta no va a ser la mejor etapa de mi vida si me quedo quieto, igual que este tampoco será el escrito más bello del mundo. Tampoco pretendo ni una cosa ni la otra. Es más una imperiosa necesidad que tengo de gritar y ponerme a divagar por los almacenes de mis recuerdos. Un montón de teorías que quizás algún día, a alguien que existe o existirá, le pueden llegar a interesar. Soy plenamente consciente de que hay cosas imposibles de medir o simplemente no hay motivo para hacerlo. Igual que hay cosas que son complicadas de transmitir aunque uno lo intente una vez tras otra. Yo he nacido con la suerte de poder escribir por placer y vivir acurrucado en una cuneta esperando a que la inspiración me llegue y me lleve a paisajes hasta ahora desconocidos. Y la inspiración aparece como tantas otras cosas, como un antojo de embarazada que sin saber el motivo está ahí y existe. Igual que millones de coses que no hemos visto y que nunca hemos llegado a imaginar. Cantidades ingentes de personas que pasean en calles poco visitadas. No sabemos el porque ni tampoco tendremos pruebas de ello, pero allí están, con sus pensamientos y sus historias.

  Y el ser humano aparece en la historia con su vana pretensión, en una ceguera y atado a un complejo de Dios de proporciones imposibles de concebir, intentando entrar en las entrañas del tiempo sin darse cuenta que las herramientas que ha creado lo siguen midiendo de forma inexacta. Tan inexacta que incluso sin funcionar podrían acertar dos veces como un reloj parado lo hace con la hora. Un día todo ello desaparecerá, los minutos, las horas, los días y los siglos de los siglos quedaran vacíos de historia, de sucesos. Entonces será cuando el tiempo se manifieste en su más pura e infinita expresión.




martes, 22 de octubre de 2013

Amor declarado al baloncesto

 A Matías 

  Pues no, no lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo? ¿Cómo iba ni tan siquiera imaginar lo que se me venía encima el día que caíste en mis manos? No había forma humana de conocer todo lo que acarreaba acariciarte, las consecuencias de quedar contigo sin cita previa o de amarte a espaldas de otras parejas que tanto me querían. Atracción instantánea que se fue fortaleciendo poco a poco, día tras día. Quizás la lluvia nos privó de algunas de las mejores noches y el sol molestó nuestros momentos más íntimos, pero nunca nos separamos. Y a medida que dábamos pasos al frente más grande me hacías, más me dabas y más enseñabas. Fui mejor persona de lo que yo jamás hubiese pensado. Dejé de sentirme como uno más entre toda esa gente que pasea sonámbula por calles y plazas para volverme alguien especial. Nunca me fallaste, ni en los buenos ni en los malos momentos. De hecho, tú me proporcionas los mejores y los peores ratos de mi jodida vida. Pero ¿qué le voy a hacer? Pues aguantarme, seguir contigo, obsesionado por cada una de tus curvas y enamorado de tu sombra.

  Sin duda alguna, no lo podía saber. A veces las cosas suceden y ni te planteas lo que vendrá después. Tal vez sea porque me importa una mierda. Me vale renunciar a la mitad de las cosas que tengo a cambio de la mitad de las que tú me das. Ahí quedan tantos recuerdos y otros tantos que vendrán. Y yo esperando con los brazos abiertos a que vuelvas a traerme más sonrisas, más lágrimas y más personas.


  ¿Cómo demonios iba a saberlo? No existe forma humana de anticiparse. Bendigo el día en que te cogí con las dos manos, te abracé y te juré amor eterno.  ¿Cómo no iba a hacerlo después de todo lo que me has regalado, baloncesto? ¿Cómo?

Foto de Bogdan Blanco.

lunes, 14 de octubre de 2013

Audrey

  A Audrey no le gusta lo que esta tarde le devuelve el espejo. También es normal, acaba de despertarse y sus ojos aún no se han abierto del todo. No tiene ganas de hacer nada que no sea volver a la cama pero realizar las tareas pendientes. Piensa en la noche que le espera con sus amigas, en la cena y lo que vendrá después. Eso la alivia un poco y la anima para emprender el día.
  A Audrey no le gusta lo que esta madrugada le devuelve el espejo. También es normal, acaba de llegar de una noche desfasada y aún siente los efectos del alcohol. No le gustaba verse maquillada. Tiene el pelo muy desordenado y el pintalabios corrido. Esta vez no piensa, se mueve por impulsos. Toma agua del grifo fría, se lava la cara y se quita el maquillaje. Decide salir a correr para desquitarse del fracaso amoroso y sexual de la noche.
  A Audrey no le gusta lo que esta mañana le devuelve el espejo. También es normal, acaba de llegar de hacer ejercicio. Cerca de una hora alternando correr con caminar que se suma a una noche que empezó muy pronto y se alargó hasta entonces. Se desnuda, tira la ropa al cesto y se mete en la ducha.
  A Audrey no le gusta lo que este mediodía le devuelve el espejo. También es normal, acaba de salir de la ducha, la piel está arrugada y el vapor inunda el baño. Tiene el labio inferior algo inflamado de tanto mordérselo.  Se quita la toalla y junta sus pechos. Se resigna con un soplido y se dice a si misma: “demasiado pequeñas”. Se gira y se viste con esmero para empezar a hacer las tareas de casa.
  A Audrey no le gusta lo que esa tarde le devuelve el espejo. También es normal, acaba de comer, tiene unas ojeras preocupantes y los aparatos llenos de restos de comida. Se queda mirándose un largo tiempo. Quizás sean unos pocos segundos pero se le hacen muy largos. No había nada en aquella persona que le gustase. Se analiza paso por paso, sus ojos, su sonrisa, sus orejas, sus hombros… Deja escapar otro soplido y se resigna.

  A Audrey no le gusta nada de lo que le devuelve el espejo. También normal, nunca había hecho nada para cambiar lo que veía. Jamás se había propuesto modificar su vida ni aquello que la rodeaba. Se volvió a mirar al espejo y se recogió el pelo. Inspira.  Odia la chica que se reflejaba cada día en ese espejo. Se mira una vez más, cierra el puño y golpea el cristal hasta romperlo. “Para empezar a cambiar mi mundo”, se dice convencida.

jueves, 3 de octubre de 2013

Carta abierta

  No sé muy bien como empezar esta carta. Tampoco tengo nada concreto para explicarte, es solamente que... No sé, hay un impulso que va dando vueltas alrededor del planeta y que me empuja a escribirte alguna cosa. Cualquier cosa. Igual se trata de que soy consciente de que nos estamos perdiendo en un mundo de sombras. No nos engañemos, nuestra relación se deteriora por momentos y a pasos agigantados. Hemos perdido esa esencia especial que nunca supimos que era, esa comodidad y aquella simple complicidad que no necesitaba de palabras. Pienso a menudo en como podrían haber ido las cosas si en lugar de enviarte esas cartas hubiese abordado a tu ser cual pirata a un barco mercante. O si nunca te hubiese dicho nada. O si no hubieses entrado nunca en aquella sala abarrotada de gente con un grito estridente que hizo que todos los presentes nos diéramos cuenta de tu presencia. A veces creo que todo es una artimaña del destino, que hay un motivo irrefrenable que lleva a dos personas a cruzar sus caminos, por muy lejanas que estuviesen estas en un principio. No es normal que alguien decida mantener una serie de mensajes con un auténtico desconocido que termina recogiendo un pañuelo de seda que se cae por pura casualidad. Una coincidencia que me llevó un día a cambiar mi típico café con leche por una botella de agua pequeña. Si quieres que te sea sincero, cuando te vi salir de clase con tantas cosas encima supe y entendí al momento que ese sería la primera vez que íbamos a tener contacto. Al día siguiente volvimos a hablar. Recuerdo que era primavera, con un frío que cortaba la piel a primera hora y calor estival cuando llegaba el final de las clases. Yo sabía que ibas a buscarme. Me gusta pensar que unas fuerzas universales e imparables hicieron que una persona se cruzara con otra (tú y yo) en la realidad correcta. Igual he leído demasiado Murakami durante los últimos meses, o quizás sean los apuntes guardados de filosofía que tengo esparcidos por la mesa o simplemente que empiezo a replantearme muchas cosas, entre ellas el lugar donde vivo. Quieras o no, llega un punto en la línea temporal en el que todo implica un punto de inflexión. Y soy consciente de que tengo uno de esos puntos cerca de mi vida, que se acerca sin que nada ni nadie pueda hacer de freno. No sé porque escribo todo esto, la verdad. Igual es que necesito dejarlo plasmado y sentirme vivo cuando alguien lea estas palabras. A mi me gustaría que todas estas frases desfilen por delante de tus ojos y te hagan sacar esa sonrisa que enamora. Quizás ese sea mi anhelo pero no montaré ningún drama si nada de lo que imagino termina sucediendo. Últimamente, contigo lejos me siento menos yo que de costumbre. Como en la historia del hombre y el pozo... ¿La conoces? Mira, es un hombre que decide bajar por una cuerda a un pozo acompañado únicamente de una botella grande de agua y cuatro caramelos de limón. El pozo está seco y en la más quieta oscuridad él se apoya contra la pared y empieza a palpar lo que es su rostro, su cuerpo... Y así se conoce a si mismo físicamente y gracias al tacto. Lo bueno de todo esto es que aquel loco descubrió cosas de él que no conocía o que no se imaginaba así. ¿Lo harías alguna vez si pudieses? No, seguramente no. Yo tampoco lo he hecho ni tengo pensado hacerlo pero igual no es mala idea. Me sabe mal la posición donde me hallo en el presente. Me refiero a mi lugar entorno a tu ser. No sé como demonios he llegado hasta aquí pero ahora te siento muy lejana a mi, inalcanzable. 
  Vaya. No me he fijado en la parrafada de tonterías que te estoy soltando. Tantas palabras para terminar diciendo nada. Seguramente, si llegas a leer algo de esto te preguntarás si va por ti u otra, o quizás no entiendas absolutamente nada. En todo caso, tampoco pretendo hacerme entender. Simplemente creo que nuestra relación ha bajado muchas marchas. Me invade la sensación de que hemos quemado todas nuestras naves muy rápido. Tan rápido que creo ahora tenemos las manos vacías de presente y llenas del pasado. En fin... No molesto más. Nunca me ha gustado malgastar tu tiempo ni tampoco ser demasiado insistente. Espero no haberte aburrido demasiado, y menos a ti que debes de estar ocupada con mil y una preocupaciones. Y yo aquí acompañado de mis tonterías y mi ego. Un beso enorme y regala sonrisas que hacen mucho bien. Un abrazo desde donde sea que estés que ya no sé si está lejos o cerca de ti.
  

domingo, 29 de septiembre de 2013

Sin nada que perder

  Veo las agujas del reloj avanzando sin piedad. Suena el tic tac sin remordimiento alguno a aquellos que no sabemos hacer nada más que perder cosas, incluso aquellas cosas que no nos pertenecen como el tiempo. Libros se amontonan, los antebrazos tatuados con palabras, las paredes de la habitación escrita de arriba a abajo con frases, ideas que planean y una inspiración que danza con la última de mis esperanzas encima de un folio en blanco. Intento crear algo más que frustración, despejar las nubes de soledad aprovechando la enésima oportunidad que me dan. Sacarle punta a la vida y correr tinta con relatos cortos e intensos, seguir escribiendo y muriendo poco a poco, esperando a que las pilas del reloj se terminen para poder perder la noción del tiempo; escribir todo mi dolor para ser capaz de disfrutarlo, resignarme a lo que soy y limitar mi existencia al si condicional. Amar con locura que es la única forma de poder amar, viajar a una dimensión paralela y una realidad escondida entre mil verdades para buscar mi yo y plasmarlo en el papel antes de cruzarme con ella por última vez deseando asomarme al abismo de su ser y precipitarme sin arnés por el hueco de su persona.

Cuadro El Tiempo de Clemente Gómez Acevedo.


viernes, 12 de julio de 2013

Entre el caos

        
 Es la mirada. Esos ojos negros, achinados e indiferentes pidiendo a gritos que me suicide para que puedan ser libres. Es el gesto amable desaparecido entre las ruinas de un cuerpo plagado de dudas y de miedos, de sentimientos cobardes y de instintos salvajes deseando despellejar cada rincón de amor que sobrevive. Es el momento, la noche tierna, la luna que se alza dominando el cielo. La muerte del rey del castillo cuyo cadáver descansa flotando a la deriva en el caudaloso río. La sonrisa que desaparece y las lágrimas que llevan tu nombre. La gente que se añora y las personas que se quieren, los dedos que juguetean entre ellos, los brazos que se interponen. ¿Quién eres? El pelo rojo fuego, la marca de lo que un día fueron granos, las cejas perfectas y las pestañas disimuladas. La marioneta que abre los ojos mirando al techo de la habitación, el trago del agua amarga que ofrece el diablo, los sueños que se desvanecen entre la bruma como humo de cigarro en el aire. Nubes, estrellas, nebulosas y planetas que empequeñecen al ser más ínfimo de la galaxia. El mal gusto de la saliva, el color negro sobre negro, la pizca de esperanza que se llevó la brisa una mañana de primavera. El invierno desesperado por no verte desnuda y el cuarto movimiento de una sonata sin nombre. Las palmas de la mano que revelan el futuro que ya no existe, el don de ser autónomo y la obligación de ser libre. ¿Quién es ese que sonríe al otro lado del espejo? El sabio que no teme al saber, la muerte que no teme al dolor, la vida que no teme al error. Maniquíes de la moda que se mezclan en un rebaño. El ser diferente, extraño, incomprendido… No importa. El individuo que es yo gracias a pequeñas partes de un tú. Quizás la inspiración madrugadora llena de tatuajes y emborrachada de si misma para olvidar penas. Tantos escritores la maltrataron, tantos pintores la ignoraron, tantos muertos la añoraron… El humor de una tarde lluviosa, la pérdida de aquello que no se tuvo jamás. El niño de cinco años que marchó para no volver, el don que nunca floreció y los versos que jamás se cantaron ni contaron. Poetas de la vida sucumben a la tristeza para buscar la felicidad jamás hallada. Inspiración que se escapa en el último aliento de un rey moribundo.


Hoy va a ser un buen día. 

Cuadro La Noche Estrellada de Vincent van Gogh.

martes, 28 de mayo de 2013

Mil palabras y una guerra (o el valor del escritor)

Si la grandeza no invade el cuerpo del escritor cuando coge la pluma y decide hacer lo único que sabe con absoluta certeza, nunca lo hará. En ese papel en blanco deja algo más que palabras y allí, al fondo del armario, amontonado y escondido tras las ropas de invierno encuentras todo lo que significa agarrar un bolígrafo y llenar de historias un cuaderno a cuadros de tapa dura. Tachones, colores, frases, palabras, ideas incompletas, versos escondidos… Estados de ánimo. Ahí está al desnudo más bello posible para alguien que jamás volverá a hacerlo, la magia de leer entre líneas y esperar encontrar lo que nunca se perdió. Escondido en mentes, absurdas realidades se solapan con ficciones reales… Ahí anda el humano sin ropas ni maquillajes, navegando a la deriva en un periplo sin fin, yendo de un lado a otro recordando relatos cortos de Márquez y breves versos de Neruda que siguen flotando en las solapas de libros viejos y de páginas amarillas. Quisiera ser el escritor un ser más sociable, más persona pero ¿cómo serlo tras leer a Bukowski? Se antoja un antojo de embarazada la posibilidad de ser algo más que un ser físico. La piel recubre las entrañas mientras las emociones corren en la intemperie buscando un refugio de metal. Cuando el sin sentido cobra sentido entiende el hombre que todo es un sin sentido. La lógica imperante se desvanece, las rígidas leyes empleadas anteriormente se quiebran y los mismos escritores se marchitan con agua de mayo si la inspiración no les visita. Que no es una manera de decirlo simplemente, es el arte de decirlo con palabras precisas y sin dar rodeos (o dando muchos) para terminar no diciendo nada. Tantos pensamientos que mueren al cerrar los ojos, preocupaciones que no se marchan y poetas que se pudren bajo tierra tras escribir los cantos más bellos del mundo. Ahí, en el mismo sitio se encuentran Dumas, Verne, Lorca y Bécquer. Sin posibilidad de volver a verlos atareados con una sonrisa y disfrutando de aquello que les hizo grandes. Y sin quererlo, el escritor, fuera quien fuera, está realizando lo mismo que ellos una vez hicieron, entrando en la misma categoría que las figuras inmortales repletas de gusanos. Luces y sombras sueñan con sonidos y ruidos venidos desde lejanos países, el nexo de unión de todos los amantes de la literatura. Cuestión de gustos y de placeres, es el escritor una marioneta de su propio yo, aquel que le impulsa a sentir el hedonismo más puro, ya sea con papel o pantalla, con lápiz, teclado o delante de un micrófono. Es un intento del hombre en conocerse un poco más, de seguir indagando por la consciencia de uno mismo, de seguir sorprendiéndose de sus gustos y sus aficiones, descubriendo esos pequeños detalles que acaban marcando la diferencia entre lo bueno y lo mejor. Quizás no se necesite más que tiempo y el paisaje adecuado… Montones de libros sin leer, un ordenador y el silencio inexistente, pensamientos que abordan la mente cual barco pirata y corsarios vestidos de letras que entran hasta el fondo de tu persona para obligarte a pensar. Asalto de temores y dudas, difíciles de explicar y fáciles de esconder, gente resolviendo problemas por si solas, personas que no tienen solución a sus problemas… Mira el escritor tan bello paisaje con tan horrendos elementos que lo forman, pues del caos más absoluto nace la belleza más pura aunque todo depende de los ojos que la miren. Posiblemente tenga el hombre una actitud predecible a los hechos, muchos dictados por los cánones culturales impuestos desde hace siglos y siglos, dejando muy claro quien forma nuestro yo: todo es yo. Aquel muchacho del tren, la chica de clase con la que no dirige palabra o la mujer de sonrisa agradable que vende medicamentos. No darle vueltas al asunto podría ser una posible solución o vía de escape… Pero ¿para qué? ¿Es acaso el hombre una persona más alegre o está más contento sabiendo quién es y hacia dónde se dirige? ¿No es acaso la incertidumbre parte del trato con la vida? Lo que hay en la vida es lo que pertenece a cualquier ser humano, ni más ni menos, aquello que comparte y experimenta. No sabe el escritor (ni bueno ni malo) definirlo de ninguna manera. Igual que nadie puede dar una explicación factible sobre las emociones y los sentimientos. Más bien, nadie puede decir cuando se llega a ese punto porque nadie puede saber que mierdas es lo que estamos experimentando en dichos momentos. ¿Cómo sabe un compañero que su mejor amigo está enamorado? ¿Cómo reconoce este al amor? Si alguien formulase preguntas así en voz alta le tacharían de loco quizás, de pesimista o de filósofo. Pensar no está de moda, reflexionar mucho menos. Pero ahí está, todo ese mundo que rodea al escritor, de banales acciones y palabras, de seres que odian mojarse y van a la playa, personas que critican la MTV mientras bailan sus canciones en una discoteca de mala muerte. Y si se toma el escritor un respiro verá que su faena va mucho más allá: es el escritor además de artista un inventor de mundos, un filólogo de emociones, un Rodin de carne, una mera estación en el oasis más absoluto, capaz de hacer soñar a una cantidad ingente de personajes mientras disfruta de la vida. ¿Y qué más puede hacer? Informar, expresar, sensibilizar, ayudar… En la palabra erradica la fuerza del escritor pues en ella están las almas de antiguos trovadores medievales, las de don Quijote y Sancho Panza recorriendo una tierra creada por Tolkien y narrada por Dostoievski. Ahí está la clave de la vida del escritor, retroalimentándose de sus propias obras y de las ajenas, descubriendo estilos y moralejas escondidas. Lo que el escritor no sabe es cuánta fuerza tiene la palabra que emplea. Lo único que sabe es que una imagen no vale más que mil palabras y que estas siempre ganan en las guerras.

martes, 16 de abril de 2013

Confesiones de biblioteca (I)

No es normal y nada lo volverá a ser. Sin ese vestido ¿quién serías?


Fotograma de la película En la Ciudad de Sylvia.

viernes, 12 de abril de 2013

Encerrado en un bar

A Daniel.
  Tocaban las tres de la madrugada. Ernesto tomaba un sorbo más de su bourbon mientras se apoyaba perezosamente encima de la barra del único bar que se mantenía abierto a esas horas casi intempestivas. Su única compañía era la del propietario que seguía limpiando algunos vasos mientras tarareaba la canción de Jeff Buckley que sonaba por los altavoces. No había sido un buen día para Ernesto. De hecho, no lo fue la semana entera y, apurando, se podría decir que el mes se había ido como la mierda se marcha tras tirar de la cadena. También podía definirse así su pasado más reciente: la muerte de su padre, el accidente de su hermano, su divorcio y la pérdida que ello conllevaba. No sabía si iba a salir de esta y no tenía claro que quisiera seguir hacia adelante. Miró el vaso y díjole con voz serena al barman:
  -¿Sabe? Hace un mes lo tenía todo. Un piso céntrico, una hija que tocaba el violín como los ángeles, una mujer que me amaba y mi padre que siempre me ha apoyado en todo. Me acompañaban las sonrisas y los ratos dulces. La cama caliente, la comida preparada, abrazos, besos... Pero cuando uno tiende a acumular demasiadas cosas corre el riesgo de perderlas. Será verdad lo que dicen, ¿sabe usted? Aquello de que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde.

  Se produjo una pausa. Un suspiro. El jefe de aquel antro, sin dejar de hacer su faena y sin mirarle a la cara (así como Ernesto tampoco lo hizo) le habló:

  -No creo que su problema sea el perder cosas y personas. Quizás le dió más valor a aquello que tuvo que a aquello que vivió. Y ahí suele estar el error de casi todo ser humano... Entonces, usted, mi querido compañero, siempre supo lo que tuvo. Siempre lo supo aunque nunca imaginó que podría perderlo.

  Y Ernesto sacó un trozo de hielo que se ahogaba en el bourbon que le acababan de servir y se lo llevó a la boca.

Fotograma del videojuego Hotel Dusk: Room 215.

miércoles, 27 de marzo de 2013

Infinito (o eternidad)


  Infinito es un pueblo situado en un lugar profundo y lejano, cerca del Fin del Mundo y las bestias que lo habitan. En este recóndito lugar había una pequeña playa flanqueada por dos grandes rocas que terminaban en una fuerte pendiente. También había un pequeño bar y cuatro casas, unido todo ello por un camino de arena fina bien cuidado y bordeado por fina hierba mojada por el rocío de las mañanas. Una muralla envolvía la aldea con una única puerta y un puesto de vigilancia en lo alto de una torre baja pero suficiente para visualizar el sitio.
  Un anciano estaba de pie en esa ancha muralla de piedra. Estaba muy quieto, sin apenas parpadear. No se movía nada. Miraba fijamente el denso bosque que se abría en el exterior aunque sin objetivo concreto. Nada había allí que llamase la atención como para quedarse en aquella rara posición durante semanas. El viejo seguía congelado ante el paso del tiempo observando aquello que nunca existió.
  Una chica joven estaba sentada en la terraza del bar. Delante suyo, un  vaso de cerveza lleno y que no había sido tocado y la cuenta pagada con propinas. También había dejado el monedero y su cartera encima de la mesa. Su mirada también estaba posada en la nada más absoluta, como si al dejar los documentos encima de la mesa hubiese perdido toda la identidad. El camino de arena quedaba justo donde ella quería visualizar algo pero nadie ni nada pasó por ese corto sendero, y, aun así, ella siguió esperando.
  Un padre de familia se hallaba sentado en una barca rota que descansaba sobre la arena de aquella pequeña playa. Quizás hubiese servido de algo en un pasado remoto pero ahora resultaba inservible. Inútil también parecía aquel hombre con los ojos apagados, perdidos en el interior que aquel cuerpo inerte. Era evidente que seguía vivo pero era como si toda vitalidad se hubiese consumido. Y aunque su mirada se perdía más allá del mar, realmente se estaban asomando por el abismo de su interior, sin ver nada, sin entender nada, sin sentir nada.
  Dos mellizos de mediana edad y cogidos de la mano se sentaban en lo alto del precipicio cercano al mar. Los dos se fijaron en una roca que depende de la perspectiva se podía intuir la forma. No transmitían emoción alguna, simplemente intentaban analizar aquel trozo de piedra de manera que uno no vio nada y la otra vio de todo. Y así, sin hablar intentaban definir lo que habían visto, sin dejar de mirar su objetivo.
  Un guarda seguía el rastro de las nubes que ya no recordaban la última vez que se movieron. No soplaba el viento, no hacía ni frío ni calor, la lluvia era innecesaria y el cielo azul se visualizaba nítidamente. Quizás estaba ese hombre de uniforme ralo pensando acerca el movimiento cíclico de la meteorología, buscando una lógica que sobre esas premisas nunca iba a existir. Pero no era esa su cara. Su rostro más bien explicaba que tenía la mente en blanco, inconsciente y con el alma vagando por algún lugar recóndito del universo paralelo donde se situaba Infinito.
  Y ahí estaba yo, delante de aquella enorme puerta de madera, sin equipaje alguno y con la poca seguridad de si estaba obrando bien. Me quedé mirando el pomo de la puerta en forma de tigre. No me extrañó pero pensé acerca ese tigre. Normalmente se veían leones pero no era este caso. Luego empecé a encadenar pensamientos,  uno tras otro hasta que llegué a un punto muerto. Y así fui haciendo, cavilando como si la vida dependiera de ello hasta que no tuve nada más sobre lo que reflexionar. Pero yo seguí allí, impasible, mirando ese pomo dorado, desgastado y en forma de tigre.

Cuadro de Egon Schiele La Casa de la Curva.

lunes, 28 de enero de 2013

La chica del tren

  Esta es la historia de una chica que se quedó dormida en un vagón frío de un tren que unía la pequeña población de Canet de Mar con la ciudad de Barcelona. La chica vestía una camiseta verde oliva y unos pantalones negros que no conjuntaban en absoluto. Traía consigo un bolso grande pero no llevaba más carga. A pesar de estar en pleno diciembre no iba nada abrigada. Para colmo de todos los males, la calefacción se había estropeado y hacía mucho más frío dentro del transporte que la iba a llevar hasta la capital catalana que en el exterior. La chica se tumbó en tres asientos y cerró los ojos cuando el Sol empezaba a descender y el cielo a tornarse de un color naranja como el que aparece en El Grito de Munch.
  
  El tren arrancó y la chica se durmió. Soñaba. El qué no lo supimos nunca y no lo sabremos. Tampoco queremos hacerlo. El recorrido duró algo más de una hora en la cual la voz femenina del altavoz retumbaba en el vagón anunciando las estaciones que iban pasando; las puertas se abrían y cerraban con su particular sonido de alarma y un paisaje marítimo repetitivo se sucedía constantemente. Nada de eso alteró a nuestra chica. Tampoco lo hizo el joven de gabardina negra que se quitó los guantes y viendo a nuestra chica tiritar, se los puso a ella. En la siguiente parada aquel joven se apeó y subió una mujer con sus dos hijas que se sentaron enfrente y fue quizás ese sentimiento de protección maternal la que la llevó a quitarse su abrigo y a colocárselo por encima para taparla un poco. Más tarde entraron un grupo de chicas maquilladas, con los senos firmes y marcados y bolsos pequeños. La miraron como si fuera un bicho raro, se apartaron y rieron por lo bajo a la vez que un señor mayor recogía el bolso que se había ido deslizando por las sillas y había terminado en el suelo. Dos chicos subieron cuando ya se acercaban a su destino, la miraron, comentaron la posición y se alejaron de allí, como si estuviesen evitando problemas. Un hombre de unos cuarentas años se puso a tocar con el radiocasette sonando de fondo mientras cantaba letras de Víctor Jara a la vez que una estudiante encendía su iPod para que sonasen los primeros acordes de un melancólico Miles Davis. Una pareja joven y feliz entraba sonriendo y cogidos del brazo, y pudo ser que fruto de la alegría la novia le quitó el gorro al novio y se lo puso a la chica que seguía quieta. 

  Pasados unos minutos, llegaron a la estación de Barcelona - Sants que era su destino real, aunque nuestra chica siguió recostada, durmiendo, abandonada. Y del silencio nació la melodía que la iba a acompañar el resto del trayecto. No subiría nadie más, no pasarían más revisores ni se abrirían más puertas. Serían ella, su mentira, su sueño y Nirvana.

Foto de Beatriz Merino.