jueves, 29 de noviembre de 2012

Por un cigarro de Irene


Irene estaba acurrucada en una manta, en el otro extremo del sofá con una taza de café caliente en las manos y con los ojos clavados en el televisor apagado, iluminada únicamente por la luz de una vela que había sobrado del último apagón. Hacía veinte minutos que había llegado, y hacía casi una hora que el temporal había dejado sin electricidad a todo el vecindario. Corría el 18 de noviembre y el frío era ya considerable. Miré en dirección a Irene, aunque apenas conseguía vislumbrar su figura entre las capas de oscuridad y manta que la hacían casi desaparecer. Apenas se había movido desde que llegó, tres minutos antes de que tocaran las nueve, así que yo intuía que ella seguía en el mismo sitio donde la vi con nitidez la última vez.
Llegó empapada y visiblemente fatigada. Su gabardina azul marino se había tornado en negra, las botas estaban llenas de agua, las medias mojadas y el pelo le caía hasta sus oscuros ojos. Llevaba la capucha puesta aunque no le sirvió de mucho: el cigarro que sujetaba con la mano izquierda había quedado totalmente inservible y las gotas de la lluvia aún recorrían sus mejillas. La tuve que iluminar con la vela poco a poco para adivinar quien era y de donde venía. Parecía que el diluvio la había pillado en medio de la calle y no había tenido tiempo para refugiarse.
Noté que se movía y eso me hizo volver al mundo real. Vi como alargaba su brazo para dejar la taza supuestamente vacía encima de la mesa, luego se acomodó en el sitio y se encogió dentro de la manta que e había prestado. Al lado de vela seguía el Ecce Homo y el cigarro mojado que había traído con ella. No cruzamos demasiadas palabras y tampoco había nada que decir. Estiró las piernas y llegó a tocarme con la punta de los dedos y luego volvió a meterse en su refugio de tela. Ni siquiera se disculpó, y si lo hizo no pude verlo porque ambos estábamos en una oscuridad que limitaba nuestro campo de visión.
Recordé que tras mirarla de arriba abajo la invité a entrar. Se metió en mi habitación y esperó a que volviera. Cogí una toalla que tenía en un armario del lavabo para que se secase y le facilité un pijama para que pudiera cambiarse. Se quitó la ropa mientras yo esperaba fuera de la estancia a oscuras. Pasados cinco minutos salió envuelta en la manta, tiritando y dándome la vela que iluminaba la escena. Cogí la luz que me ofrecía y me encaminé hacia la cocina. Allí abrí el gas, coloqué la cafetera y preparé un café para que Irene entrara en calor. En ese lapso de tiempo ella no dejó de tiritar. Seguía con el pelo mojado y parecía que se había encogido, tal vez porque el pijama le venía enorme [y yo me la imaginaba así] o porque nunca me había dado cuenta de lo pequeña que era en términos físicos.


Tocaron las nueve y media. Desde que nos sentamos en el sofá no habíamos hecho ademán de levantarnos. Nos habíamos movido levemente para activarnos o para coger algo, pero nunca habíamos tenido intenciones reales de abandonar nuestro asiento. La vela se consumió y la luz desapareció de la estancia. Irene alargó el brazo y alcanzó lo que luego vería como un punto naranja en una pared negra: su paquete de tabaco que debía guardar en el bolso. Noté como el humo entraba en mis fosas nasales y recordé aquel cigarro mojado e inservible con el que ella se había presentado en mi casa. Un relámpago nos iluminó una fracción de segundo y solo en ese momento vi a Irene en su totalidad. Estiré la mano y le cogí el cigarro de la boca. No sé que pensó pero yo, que había dejado de fumar hacía cinco años me  lo metí entre los labios y le di una calada.

Foto de autor desconocido

lunes, 12 de noviembre de 2012

Vida

  Vida que me da todo lo que tengo y me quita lo que más falta me hace, la que me embriaga con su perfume y el tacto de su piel, la misma que me hizo sonreír años atrás y ahora me hace llorar entre sábanas y almohadas de baja calidad.
  Vida, la que me hizo pasar tan buenos momentos, la que me permitió conocer a viajeros y transeúntes cruzando un paso de peatones, la que guarda sus emociones y sentimientos en un neceser, la que dibuja todos los pensamientos en la epidermis de cada ser que acaba infiltrándose en mi mundo.
  Vida, la que hace que rompa la cara por un balón naranja, la que me hace palpitar, la que acelera mi corazón antes de cada encuentro, la que me hace sentir cada línea del terreno como un abismo, la que me dejó noches en vela de puro nervio.
  Vida de la que me enamoré en cuánto la vi, la misma que llevaba esa falda a cuadros y la caja de un violín, la que me miró con cara seria y ojos negros, la que selló el pacto de sangre con un largo beso inesperado, aquella que me crucé en un tren camino a Badalona con la misma falda y la misma funda de violín, la que me hace dudar de mí mismo y me da confianza cuando me coge de la mano, la que se pierde entre las notas volátiles de un pentagrama.
  Vida, o dos, una para cada habitación, que se enfadan como niños entre ellos, la que me hacen sentir orgulloso de donde provengo y de quien soy, los que siempre estarán allí aunque yo les falle constantemente, los que me soportan siendo mi principal soporte, los que ayudan sin saberlo y no reclaman una mano cuando la necesitan.
  Vida que se me fue, lejos, a un lugar imaginario, una prueba de fe, a un estrella ardiendo, vigilando y cuidando en todo momento de todo aquello que dejó, el recuerdo grabado a fuego en la retina, todo lo que tenía, mi trastorno de amor y cariño que desapareció sin que hubiese aprendido a valorarlo.
  Vida, la de una espalda y unas piernas que por sí solas sustentan una familia, la de horas gastadas y perdidas por una vida digna, cafés y comidas, decepciones constantes y un apellido honorable, la que me hizo ser buena persona por delante de todo lo demás, que te obliga y te castiga, la que te ama como ninguna mujer va a amarte nunca.
  Vida, unida a una pista de color verde basura, con bancos y consolas, con risas y críticas, compañera de los mejores momentos y de tantas opiniones vertidas, la que te agarra si te caes en un lodazal profundo, la que te rompió la cara y la misma que te dio los valores para seguir creciendo, aquella que te obliga a superarte, la que te ayuda a crecer y a respetar, a no tener miedo de nada.
  Vida, metida en un bolsillo, perdida con la felicidad que nunca llega, la que te llena y te vacía, que la sientes en carne viva mientras se desvanece, la que se pierde a cada paso, la que se pregunta todo para responder a la nada, la misma que te ahoga y te emborracha, aquella que puede ser tu fiel compañera o tu homicida más cruel.
  Vida, la que gasto, la que veo ante mis ojos, la que se me escapa entre los dedos de mis manos, la que muere asesinada por unas agujas y unos números, la que avanza a cada replique de campana de una enorme catedral, la misma que canta y compone odas de tristeza.
  Vida, al norte y al sur, allí donde la gente es desconocida y apenas puedes reconocerles, donde no sabes quien existe y quien no, la del mundo paralelo, la que vive en otra dimensión, la que siempre vas a echar de menos aun sin saber los motivos.
  Vida, la que me hace sufrir a cada palabra que escribo, a la cual agradezco todo lo que he conseguido, la que me hace sentir bien conmigo mismo cada final de texto que recito, la que entra por mis orejas por un auricular, la visión fantástica que me otorga, la que me da el sabor dulce y amargo, la del regusto y sensaciones tristes, la de olores y voces inconfundibles.
  Vida, la que me hace imaginar en la posibilidad de un mundo mejor, la que me hace suspirar por una persona mejor, la que me hace hablar y pensar, la misma que me hace callar cuando debo, la de los errores y aciertos, la de bondad absoluta.
  Vida, una y única, indivisible donde vaya, incomparable a todas las otras cosas, lo más grande que hay, lo que menos se valora en esta tierra, donde el tiempo fluye inalterable, esencial para las casualidades y las coincidencias.
  Vida, a la que amo, a la que odio, por la que no siento nada, por todo el tedio regalado y por todos los instantes vivos o muertos.
  Vida, para lo bueno y para lo malo, eres vida.
  Vida.


Foto de Elías El Jaiedi Acharki.


domingo, 4 de noviembre de 2012

Ser lo que nunca quisiste ser

  Siempre estás igual. Sentada, quieta, sin que nadie pueda acercarse a ti. Un muro invisible que separa nuestros cuerpos como si fueras de otro planeta, como si vagarás eternamente por el espacio más oscuro, acompañada del flash de una cámara de fotos y una sonata de Beethoven, con esa mirada que despoja todo ser de su propio yo interior, desnudando a cualquiera que ose plantarte cara, leyendo los sentimientos que queda a flor de piel y los pensamientos que vagan por el limbo de las ideas. Piensas en blanco y a la vez lo ves todo negro, miras al pasado sin arrepentirte de nada y visualizas el futuro entre sonrisas traviesas y voces de silencio. Transmites calma y atormentas con tu presencia, das valor y acobardas pasos al frente, tomas impulso para saltar y llegar más lejos que los demás, perdiéndote en la espesura de la niebla densa que te acompaña allá adonde vas. Vuelas más alto que nadie sin mirar abajo y nunca esperas para llegar tarde. Eres el cúmulo de cosas que se acumula en un trastero desordenado y viejo, eres el amor vacío y las notas perdidas de una partitura quemada por los rayos del Sol. Abandonas a quien más quieres y encuentras lo que habías perdido por el camino. Quiebras promesas y juramentos para ver llorar a los fuertes, enseñas a morir antes de que la vida se escurra entre los dedos de las manos y te alzas imponente por encima de los demás seres vivos del planeta.

  Eres la pequeña criatura que se desliza entre las sábanas, que sale a flote con cada estrella que se vislumbra, la que abre ventanas y rompe barreras inexistentes. Eres el punto de unión de lo normal, lo diferente y lo especial, el centro de todo motor para entender cada cosa que nos rodea. Eres el nexo entre el todo y la nada, donde confluye todas las felicidades juntas, donde nacen y mueren todas las cosas. Y tú, que tanto acoges y tanto abrazas, te quedas vacía, seca y demasiado cansada como para levantarte y caminar, vuelves tu cama, entre mantas y sueños, abrazando a tu almohada y esperando a que el Sol se desperece de nuevo para empezar una vez más con tu bonita rutina.




Foto de Anabel RC