lunes, 3 de febrero de 2020

Querer y poder


  Unax llevaba toda la noche mirando a Aya moverse por el salón. Al principio fue yendo arriba y abajo con comida, platos, vasos... Entraba a la cocina con las manos vacías y salía siempre con algo distinto. Con las manos ocupadas se quedaba mirando a la mesa y decidía donde colocar las cosas. Y luego vuelta a empezar, entrar, salir, mirar, colocar. La música sonaba a un volumen más alto de lo que le gustaría a Unax que seguía hundiéndose poco a poco en el sillón mientras el resto de amigos charlaban, cocinaban o hacían cosas infinitamente más productivas que mirar el ir y venir de Aya. 

  Llevaban seis años realizando una cena conjunta en el mes de enero. Antes era en fin de año pero se había vuelto imposible por temas de parejas y familiares. Al final decidieron seguir con la tradición y movieron las fechas al segundo fin de semana de enero. A Unax no le desagradaba el ambiente y nunca nadie le había pedido participar de forma más activa con lo que estaba más que conforme. La hora de cenar era, sin lugar a dudas, su favorita. Ahí dejaba algún comentario u opinión sobre el tema sin excederse demasiado mientras los demás discutían o explicaban anécdotas. Y él reaccionaba en el sitio donde era uno más. 

  Aquella noche sucedió más o menos igual que el resto de noches que Unax había compartido con sus amigos. Se habían enterado de que Núria había roto con su novia de toda la vida y que Jaime había hecho lo propio. Pablo tenía un ligue por ahí, Laura tonteaba con David... Los chismorreos de siempre. Se rieron de las anécdotas de la universidad y de como habían salido a manifestarse por un acceso a una educación digna. Y entre risa y risa, Unax miraba de reojo a Aya aunque ella no parecía darse cuenta. A veces era ella quien hablaba y entonces se concentraba al máximo en mirarla, en recorrer cada centímetro de su pelo largo atado, en sus ojos verdes que brillaban con una intensidad especial, en su gesto serio pero cálido, en sus labios finos y en sus dedos marcados de tanto rasgar la guitarra que tocaba desde los seis años. 

  Se terminó la cena. Se prepararon para ir a tomar unas copas para cerrar la noche. Unax y Aya empezaron a recoger sin prisa pero sin pausa. Se iban cruzando, coincidían en la cocina, se daban órdenes mútuamente. Y Unax la miraba muy fijamente cuando Aya no le miraba.

  Bajaron al bar en grupo. Grupo que siempre se terminaba desperdigando unos metros. Unos andaban más rápido y conversaban animadamente mientras otros se desplazaban de manera más lenta, más pausada mientras mantenían su propia conversación. Aya iba en el grupo de delante, charlaba con Pablo y hacía bromas con Luis cada diez pasos. Matilda redujo su ritmo hasta ponerse a la altura de Unax sin que este prácticamente se diese cuenta. Andaron en silencio unos metros. Varios metros sin intercambiar una sola palabra. Bajaron la cuesta y se pararon en el semáforo que quedó en rojo. El resto del grupo esperaba en el otro lado, ellos encontraron el semáforo en verde. Matilda no dejó de ver al resto en la otra orilla. Agitaban la mano como si se estuviesen despidiendo para siempre. Ella les respondió igual y le dijo a Unax: 

  - No has dejado de mirar a Aya, ¿eh?

  Unax la miró brevemente para volver sus ojos en Aya otra vez. Quiso suspirar pero no lo hizo. No dijo nada. El semáforo se tornó en ámbar para los coches que navegaban la carretera. Levantó la cabeza levemente y respondió a Matilda:

  - Tengo ganas de enamorarme.
  - ¿Y lo has logrado? -preguntó Matilda con una sonrisa. 
  - No. -respondió Unax.

  Cruzaron el río que se abría delante de ellos. Las luces de un todoterreno iluminaban la ruta. Matilda evitaba caer en la oscuridad pisando fuerte en las zonas pintadas del puente. El grupo celebró su llegada y volvieron a andar rumbo al bar más cercano de todos donde Unax pensaba en pasarse toda la velada hundiéndose en el sillón mientras miraba a Aya e intentaba terminar la noche enamorado perdidamente.

lunes, 16 de septiembre de 2019

Campos de castaños

A Misato Kurihara
- No kimono. Yukata.

  Estaba realmente indignada por tener que repetirlo por enésima vez con un inglés incapaz de enlazar más de tres palabras consecutivas y con sentido. Yo me reí y ella volvió sus ojos al paseo que daba entrada al Fushimi Inari, quizás el templo más famoso de Kyoto. El atardecer hacía de aquel momento algo digno de ser pintado y expuesto en un museo de categoria, los mosquitos hacían que uno quisiese volver a su casa para aplicarse pomada.

  Aquel julio en tierras niponas pasó como un pétalo de cerezo que se precipitaba sin remedio ni salvación. Uno lo veía pasar y parecía que iba a tardar una eternidad en caer pero al abrir los ojos de nuevo, el pétalo yacía en el suelo, tranquilo y calmado, tanto como había sido su caída lenta y majestuosa. La gente iba y venía, se mezclaban los turistas entre la población autóctona. Cámaras, niños corriendo, un carrito de bebé, un grupo de funcionarios, una pareja en plena sesión de fotos... Todo iba y venía en aquella corriente donde me topé con mi acompañante que seguía enfurruñada mirando sus dos teléfonos móviles con el traductor de google abierto en el de la derecha y twitter en el de la izquierda.

  No voy a engañar a nadie: Misato Kurihara no tenía nada de especial. Era una chica más en el tumulto, armada con un pequeño bolso negro que dudaba que fuese de alguna utilidad real. Era bajita, pelo corto, ojos oscuros y tenía las uñas perfectamente cuidadas. Vestía una blusa blanca que dejaba ver las tiras del sujetador y una larga falda azul marino, algo que en Japón parecía ser la moda puesto que era bastante común encontrarse a chicas vestidas así. Sujetaba el bolso con delicadeza, casi la misma con la que posaba sus pies en los escalones del templo. Era julio pero la humedad típica de aquellos meses ese día era menor. Una brisa ligera soplaba de vez en cuando haciendo tintinear sus largos pendientes mientras en mi mente sonaba un rondó capriccioso que me hacía preguntarme el donde estaba y el motivo por el cual me hallaba ahí, subiendo escalón tras escalón detrás de aquella pequeña figura.

  La primera vez que me habló... Lo hizo delante de un cartel sin motivo alguno. La imagen era un plano de la subida con el típico You are here y el punto rojo.

  - ¿Seguro que estoy ahí, señor cartel? -pregunté interiormente.

  Suspiré sabiendo que no iba a obtener respuesta. El cartel parecía estar dibujado por un alumno de una escuela primaria. Uno podía apreciar el esfuerzo que se había hecho a la hora de detallar lo que nos íbamos a encontrar: mucha escalera, algún rellano, bifurcaciones, templos... En pleno análisis del plano fue cuando ella se dirigió a mi. Nos dedicamos un vistazo fugaz ambos sin que nuestras miradas llegasen a conectar. Puso el dedo índice sobre el punto y recorrió con el dedo el camino que debía llevarnos hasta la cima. Se giró y me dijo:

- Loooong.

  Y sonrió. Me sorprendió. Muchísimo. No sé si fue porque me dedicase aunque fuese una sola palabra o si fue porque era a la primera persona del país nipón que usaba brackets. Quizás fue esa resplandeciente amabilidad que salió de su boca lo que me cegó, o tal vez la sinceridad de su sonrisa en aquella larga excursión. Fuese cual fuese el motivo, no articulé ningún sonido que mereciese ser calificado de palabra o respuesta. Seguimos subiendo por el túnel de torii rojo con una sensación de desconcierto. Sentí como el arrepentimiento se apoderaba de mi palmo a palmo. ¿Alguien hace el esfuerzo de hablarte y ni contestas? No se puede decir que sea de buena persona. Seguí subiendo por el camino detrás de aquella figura que si bien era bajita ahora me parecía más pequeña aún, como si estuviese realmente abatida por el intento fallido de dirigirse a alguien desconocido. Y me supo mal.


  Llegamos a mitad del camino. Un poco más de la mitad. Muchos se habían retirada antes, bastante antes. Los que quedamos se podían contar con las dos manos. Al menos los que subíamos. El camino se bifurcaba en tres: un camino no tenía salida y llevaba a un templo pequeño pero los otros dos llevaban a la cima. ¿Qué camino escoger? Vi que la chica llamada Misato Kurihara se sentaba a tomar un respiro. Cogí el camino de la derecha emprendiendo la escalada antes que ella y esperando a tener una nueva oportunidad. Reconozco que tardé más de lo previsto por ir haciendo parones absurdos o haciendo la marcha más lenta con la intención de que ella me atrapase si por un casual había elegido el mismo camino que yo. O, en caso contrario, darle tiempo para llegar a nuestro destino sin tener que esperar. Claro que no pensé en las variantes hasta que no llegué arriba del todo: ¿y si había decidido volver? ¿Aué hubiese pasado si nos hubiésemos cruzado uno hacia arriba y el otro hacia abajo? ¿Iba yo a dejar de subir? ¿Iba a hacerlo ella? Unos niños de primaria con sus mochilas y uniformes llegaron corriendo y se tiraron al suelo cansados por el esfuerzo. Parecían sacado de un manga. Me senté y esperé a que llegase. No sé cuanto esperé hasta que llegó. Pero llegó.

  No voy a decir como reanudé la conversación porque no lo recuerdo. En aquel momento era un amasijo de nervios y pena que sabía que debía abordar a la chica del pelo corto sin saber como. Sé que ella estuvo un tiempo ahí arriba, tomándose su Aquarius con lentitud, sorbos cortos y pausados. Casi rítmicos. En mi mente empezó a sonar la melodía de un vals que seguía el ritmo de sus pasos acompasados. La brisa solpaba con más frecuencia y su falda bailaba al son de las ráfagas. Ahí la abordé con alguna pregunta tonta. Absurda. Intercambiamos cuatro palabras rápidas, buscando el lugar más cómodo del sofa donde para poder charlar a gusto. Me preguntó si bajaba con ella. Renuncié a ir por el otro lado (mi idea era subir por un camino y bajar por el opuesto) porque ¿quién era yo para no aceptar una cita improvisada con una chica japonesa con brackets en pleno Fushimi Inari?

  Y bajamos.

  Y aquella bajada fue una montaña rusa que jamás olvidaré. Entre sus palabras sonaba un solo de piano que iba y venía. Nombres, lugares, estudios, ocupaciones... Cosas triviales. Un hombre dando de comer a los gatos y ella quieta, mirando como el más pequeño de ellos se adueñaba de un trozo de pescado. Una niña lloraba y su padre la regañaba, un helado se derretía y una pareja se reía por lo bajo. Una señora con una escoba limpiando la entrada de un local que servía como lugar de descanso para los vianantes. Unos escolares, los mismos que subieron corriendo ahora bajaban entre palabras y risas. Todo aquello que nos rodeaba, todo lo que iba y venía mientras en nuestra pequeña parcela el tiempo avanzaba a una velocidad distinta, todo más lento. Se acarició la oreja. Se paró posando sus ojos hacia mi dirección. Cuando me giré, estaba con una sonrisa y orgullosa me dijo:

  - Misato Kurihara. Kurihara means... Kurihara means Fields of chestnuts.

  Seguramente fue el tono con el que lo dijo. Aquello no parecía un detalle o una curiosidad. Aquello fue una proclamación que me golpeó con la fuerza de cien sonatas. Era la seguridad y la intensidad con la que transmitía aquellas palabras que se perdieron en el cielo anaranjado de Kyoto pero que se quedaron marcadas en mis tímpanos y en mi piel.

  Después de aquello, terminamos nuestra bajada y nuestra cita. Sus pendientes azules se tambaleaban mientras ella tarareaba una melodía que no conocía. Se separaron nuestros caminos por segunda vez aquel día de forma irremediable. Caía la noche y se iluminaba el Fushimi Inari detrás de su silueta recortada. De fondo, una balada tocada a piano, una balada que gritaba desesperadamente que jamás volvería a ver a Misato Kurihara.

lunes, 27 de mayo de 2019

Desaparecidos: Lila


  No había ninguna duda de que Lila estaba enamorada de Julen. Lo estaba desde el primer día que cruzó el umbral de la puerta de la copistería donde hacía horas extras y costearse la carrera. No había nada que no le llamase la atención, sus facciones eran perfectas, ancho de hombros pero tan fino que rozaba la delicadeza de la porcelana. Sus pecas, su pendiente de aro, su tono de voz... A Lila le gustaba todo eso. Su lenguaje corporal era tan fluido como un río en el deshielo, sobrio, seguro; su lenguaje verbal educado, sin usar palabras malsonantes y siempre dando la información clara y concisa. Desde luego había sido un flechazo para Lila y ella así lo sentía cada vez que él entraba a imprimir o fotocopiar apuntes. Supo que estaba haciendo educación musical, una no solo se fija en la persona si no también en lo que trae. Necesitaba sacar el máximo de información posible para forzar un encuentro casual y quizás tener una conversación fortuita, entablar contacto y aproximarse a ese chico que tanto la hacía suspirar. Óbviamente no era tarea fácil. Lila suponía que Julen usaba el servicio de copistería en épocas finales donde trabajos y examenes se acumulaban a partes iguales, momento en el que ella reducía drásticamente su jornada laboral pues sus estudios de ingeniera no iban a aprobarse solos. Y aún suponiendo esto nadie podía asegurarle a Lila que Julen iba a venir pues es bien sabido que las bibliotecas tienen sus propias fotocopiadoras. Incluso pudo haber ido a otra copistería. Así pasaba las noches Lila tumbada en la cama, pensando en como abordar al joven y sin saber por donde empezar. Así se arrepentía Lila cada noche al llegar a casa porque era consciente de que Julen había aparecido en la copistería y ella lo había tratado como a un cliente más sin saber que quizás era la última vez que lo vería desfilar delante de ella. 

  Pasó un año. Pasaron dos años. Julen seguía acudiendo a la copistería sin fijarse en Lila. Y Lila veía a Julen y no podía quitarle los ojos de encima. Pero no sabía nada de él, no sabía cuales eran sus aficiones, que lugares frecuentaba ni nada de nada. Y más que eso, no había hecho absolutamente nada por averiguarlo. Uno podría pensar que tras dos años coincidiendo en el mismo sitio (y casi en las mismas fechas) podrían haber intimado algo más, quizás preguntas normales que se hacen o hablar del tiempo que siempre es una salida. Pues no era este el caso porque Lila no sabía cuando podía interrumpir a Julen y éste no le prestaba demasiada atención a lo que sucedía a su alrededor. Entraba sonriente, pedía por favor que le hiciesen unas fotocpias de esto y de aquello y salía diciendo adiós y con la misma sonrisa con la que había entrado. Una pena para Lila pues le era imposible entablar una conversación con su amor cada vez más platónico.

  Durante todo este tiempo y prácticamente sin quererlo, Lila se había ido ausentando de sus círculos más próximos. Estaba desencantada con la carrera que había elegido, cansada de sus amigas que presumían de novio y bolso, harta de su familia que la menospreciaba en favor de su hermano mayor. La gente lo notaba y le preguntaba. Lila negaba sin demasiada energía, tampoco era problema de los demás. Era algo que tenía que solucionar ella y no lo iba a hacer. Ni ahora ni nunca. Estuvo navegando durante días en la monotonía en la que se había transformado su vida. Acudía a clase, estudiaba los temarios, realizaba los trabajos y aprobaba con buena nota. Llegaba a casa, se encerraba primero en el baño y luego en su habitación de la cual solamente salía para cenar delante del televisor mientras su hermano afinaba la guitarra y volvía a meterse en su refugio personal. Y lo único que la animaba a no quedarse todo el día postrada en su cama era la posibilidad de cruzarse con Julen. 

  Sucedió durante el tercer año. La vida de Lila iba cuesta abajo, se la veía abatida por las calles, arrastrando los pies como si su alma le pesase toneladas. En mitad de la calle vio a Julen por primera vez fuera de la copistería. Su paso ligero y su pelo paja le dijeron que era él. Iban a cruzarse cara a cara y no sabía donde meterse. Había esperado ese momento durante tanto tiempo que ahora quería huir y dejar esa situación guardada en su imaginación. Deseaba que permaneciese inalterable en la realidad que había creado durante largas noches en vela. Pero iba a suceder. Se iban a cruzar y era inevitable porque ella ya no era dueña de su cuerpo. Julen la miró como intentando recordar de que conocía a esa muchacha pequeña y con vestimenta hippie. Ella le miró a los ojos y le respondió con un movimiento seco de cabeza incapaz de recordar. Lo que Lila había esperado una eternidad terminó en apenas unas décimas de segundo. Ella esperó a que su mundo se derrumbase con estrépito pero no llegó a suceder nunca. 

  Lila respiró aliviada. Su mundo imaginario seguía intacto. Se giró para ver a Julen alejarse mientras le dedicaba unas pocas palabras: 

  - Julen, Julen. Que pena que no huelas a mar. 

  Y Lila desapareció de la ciudad como si nunca hubiese existido.

lunes, 3 de septiembre de 2018

Desaparecidos: Eric

  Conocí a Eric una mañana de octubre en un bar de la ciudad. Era una mañana más propia del verano que del otoño que asomaba en el horizonte. La gente paseaba por la ciudad con los jerséis en la mano, en manga corta en su gran mayoría. Algunos refugiaban sus ojos tras unas gafas de sol. Los sábados por la mañana me gustaba bajar al centro a darme un paseo y ver como la ciudad de transformaba en una amalgama de personas, animales y materiales. Me perdía como una más, me fundía con el mundo y perdía los sentidos dejándome llevar por el sentir general. A veces, como aquella mañana, entraba en un bar a tomarme una infusión y ganarle unos minutos al reloj. Ese día vi a Eric por primera vez. Sentado en la mesa de al lado me sorprendió que no estuviese absorto en su teléfono móvil como la mayoría de gente que se sienta en un rincón en soledad. Intuí que había terminado de desayunar y le quedaban unos segundos antes de volver a trabajar. No supe que era uno de los miembros del local hasta que me cobró con desgana, como si aquello no fuese con él. Tenía dos compañeros, uno pelirrojo, muy risueño y otro con el pelo negro y un pendiente en la oreja izquierda que no paraba de hablar. Salí de allí y fui para el piso que había alquilado. Mi antigua compañera se había largado pero me había asegurado que esa tarde llegaba el nuevo inquilino y que era de fiar. Y yo confié en sus palabras. 

  Llamé a Amelia para que me hiciese compañía. Sabía que no tenía nada que hacer y que iba a aceptar sin demasiada insistencia. A primera vista, Amelia parecía una niña pija y consentida, con su melena rubia infinita y bien cuidada, su falda y sus gafas negras. Era de aquella personas capaz de atraer todas las miradas, de parar el tiempo y congelar el espacio. El hecho de su existencia era motivo de parálisis social. No me apetece mucho hablar sobre como conocí a Amelia ni de como manteníamos una relación estrecha pero lo hacíamos. Al contrario de sus apariencias, Amelia se perdía constantemente en sus pensamientos, perdía de vista el mundo real con suma facilidad, mostraba desinterés en absolutamente todo y no hablaba con nadie. Eludía cualquier sitio donde se pudiese juntar mucha gente y vivía en los tiempos modernos sin redes sociales lo cual yo consideraba toda una proeza. En todo caso, Amelia vino e hizo que el reloj acelerase el ritmo para, por fin, conocer mi nuevo compañero de piso. 

  A las ocho sonó el timbre. Me quedé mirando a Amelia un rato no sé el motivo. Volvió a sonar. Suspiré y me levanté para abrir la puerta del rellano. Aproveché para hacer lo propio con la de casa, para que el nuevo inquilino no tuviese que volver a picar. Me quedé en el sofá esperando a que una señal me avisase de que había llegado. Pasaron unos minutos antes de que Eric hiciese acto de presencia. Él me miró como si fuese la primera vez y me desubicó un poco. Imagino que no se acordaba de mi. Le pregunté por el nombre, sus estudios e le enseñé la casa. Amelia seguía sentada y Eric no le hizo ni el menor caso. Me sentí un bicho raro entre ambos, tanto que me cercioné que no había viajado en el tiempo y que seguía en la misma ciudad de siempre. Ninguno de los dos se miró en ese primer día y sin motivo alguno me extrañé.

  Eric resultó ser un excelente compañero de piso. Era genial vivir con él, vivía a su rollo, iba a la facultad de ciencias, trabajaba y hacía los quehaceres de la casa incluso cuando no le tocaba. En época de exámenes se recluía en su habitación pero cuando tenía tiempo libre me proponía salir a tomar algo o a ayudarlo en sus compras. A veces se sentaba conmigo y con Amelia mientras se tomaba un café y escuchaba mis historias pues era la única de las tres que hablaba. No atraía tantas miradas como Amelia pero sin duda era un chico atractivo, vestía bien y tenía una aura de hombre misterioso y solitario. Durante dos años, Eric fue mi compañero de piso y me lo pasé en grande con él. De hecho, me había mentalizado en que se iría cuando yo me fuese pero él se marchó antes que yo del piso. Dijo que se iba a México, un poco a la aventura y a ver que le salía por ahí, que se había cansado de esperar y pensar. Había llegado el momento para él de ponerse a caminar por su cuenta y trazar nuevos lazos. 

  En su último día en casa pensé en hacerle una fiesta de despedida. Me lo pensé, él las aborrecía, así que nos quedamos él y yo en la mesa del comedor con unas cervezas abiertas encima de la mesa y hablando de la vida. Fueron unas horas que guardo en el recuerdo con mucho cariño, sentí que Eric se abría y me explicaba como era su mundo. Sentía casi admiración y la melancolía me apresó entre sus brazos. No quise que la noche se terminase. No quise que Eric se marchase para siempre. Al final, por alguna razón, hablamos de Amelia. Tenía fresca la imagen de ambos sentados en la misma habitación sin dirigirse una mirada. Estuve explicándole la historia, como nos conocimos, como habíamos construido puentes y como me sentía en ocasiones cuando me parecía que en aquella relación daba el doble o el triple de lo que jamás recibiría. Él me escuchó todo ese rato. Al final se levantó para ir a la cama. Le pregunté que pensaba de Amelia. Sin girarse y sin mirarme me respondió:

  -Esa chica... -suspiró -Esa chica no huele a mar. 

  Y se fundió con la oscuridad del pasillo. Ahí terminó mi vida con Eric. No he sabido que ha sido de él.

martes, 28 de agosto de 2018

Desaparecida: Amelia

  Amelia tenía una larga melena rubia y unos ojos azules claros y vidriosos. Su metro ochenta y tres llamaba mucho la atención de los demás alumnos de la facultad y el hecho de que no se relacionase con prácticamente nadie la hacían aún más interesante si cabe. Era un punto medio entre todo el enjambre de personas que corrían por la ciudad. Mostraba la energía justa y necesaria, no suspiraba, no bostezaba, no estaba nunca triste pero no hacía alardes de felicidad. Iba con su botella de agua medio llena para los optimistas, medio vacía para los pesmistas, caminaba a un ritmo correcto y no realizaba movimientos innecesarios. Durante cuatro años había intentado descifrar sus gestos y miradas pero fue totalmente en vano. A veces me quedaba mirándola mientras ella fijaba su mirada a la ventana que daba al porche. Intentaba adivinar que tipos de libros leía, sus aficiones, la música... Absolutamente nada en claro se podía sacar. Encajaba en prácticamente todos los paisajes que uno podía llegar a imaginar. 

  Tanta incertidumbre cansa...

  Amelia y yo compartimos clase y compañeros durante cuatro años que se pasaron en un instante. El primer año me costó adaptarme a la vida en la ciudad pero a partir del segundo año todo fue muy rodado. Conocí gente nueva y mi compañera de piso tenía un don de gentes alucinante que me ayudó a la hora de abrirme. Mis amigos me preguntaban mucho por ella pero tampoco tenía las respuestas que ellos buscaban así que me limitaba a decirles que si querían algo, que se lo preguntasen directamente. Desde el primer curso hablábamos a escondidas de Amelia. En la biblioteca, en las redes sociales, en el bar, en el intermedio... Montones de veces. Nadie sabía quien era, nadie sabía de donde venía. Tengo la imagen bastante desagradable de un compañero intentando entablar una conversación con ella, preguntando y tratando de buscar puntos en común. Amelia ni le miró ni abrió la boca. A partir de aquello la gente la evitaba al máximo aunque los interrogantes flotaban en nuestras cabezas y no se iban a ir a ninguna parte. Los dos años restantes fueron más de lo mismo en la facultad: quedábamos a hacer cafés, salíamos algunas noches, estudiábamos hasta las tantas e invertimos las mismas horas en el FIFA y el Tekken a partes iguales. Nosotros íbamos avanzando y Amelia hacía lo propio, atrayendo todas las miradas hacia ella. Seguíamos sin descubrir un indicio que nos ayudase a averiguar quien era aquella chica. Obviamente habían muchísimos rumores de todo tipo y darles credibilidad era una tontería de dimensiones épicas. 

  Lo que no sabían en mi clase es que Amelia y yo compartimos otro espacio real de aquella época que ahora se difumina. Amelia era la mejor amiga de mi compañera de piso y pasaba horas en lo que era mi hogar en mi etapa estudiantil. Nunca me saludó y tampoco se lo pedí. Hubo un par de días que le pregunté a Carol por ella pero no obtuve una respuesta clara. Desistí aunque Amelia me seguía llamando la atención. A veces me quedaba en salón con ellas sin abrir boca esperando a que surgiese una oportunidad para romper el hielo. Nunca pasó, Carol se encargaba de todo. Ella proponía, ella hablaba, ella hacía, ella deshacía. Amelia se dejaba llevar y luego salía por la puerta en silencio como toda ella, como su aura, como su presencia. Desaparecía por las calles sin que nadie la echase en falta. Yo me quedaba mirando como se mezclaba con la gente desde el balcón y luego me ponía a conversar con Carol de nada. 

  Tres años después de terminar sigo teniendo la imagen de Amelia en la retina y de vez en cuando acude a mi memoria el dibujo de su silueta, su paso y sus gestos. Su melena rubia siempre suelta, sus curvas perfectas se trazaban delante de mi. Snetía su presencia en cada uno de mis silencios. Su camisa blanca, su falda a cuadros, sus Converse, sus ojos azules mirando al vacío... Estaba seguro que todos los que compartimos un momento con ella teníamos ese tipo de visiones. Muy seguro que la admirábamos a ella, le dedicábamos cada segundo sin ponerle un fondo. Amelia se aparecía sin un paisaje, era ella en un fondo de cualquier color que ella quisiese. La última vez que hablé de Amelia fue con Carol. Llevaba un año y medio trabajando en la empresa en la cual sigo actualmente y me la encontré de casualidad dando un paseo por la ciudad. Le pregunté por Amelia y por primera vez Carol me dijo algo que no fue ambiguo:

  -Me habló de ti. Me dijo que no olías a mar. 

  No la volví a ver nunca más.

domingo, 19 de agosto de 2018

Escritores

  De vuelta al pupitre, de vuelta a la vida. A lo largo de la estancia en este mundo pasamos por distintas fases. Cambia el paisaje, cambian los gustos y cambian las personas que nos acompañan en este periplo que se difumina cuando buscamos un futuro próximo. Pero una vez encontramos la afinidad con lo que sea siempre buscamos repetir. O mantener viva esa llama que se ha encendido. A veces incluso buscamos compartirla, expandirla, resaltarla como si nuestro motivo de existencia se basase en ella. Abandonamos parcialmente una serie de historias, cerramos capítulos para abrir nuevas puertas y volver a caminar. Volver a aprender. 

  Quizás escribir sea el acto de trasladar lo que la imaginación dibuja en un papel. Tal vez sea plasmar nuestras vivencias en una hoja. Si es así, estoy seguro de haber dejado de escribir durante un largo periodo de tiempo. Supongo que la mayoría de personas lo entienden así. Yo me conformo con ser capaz de imaginarme escribiendo en mi mente. Veo mis textos y mis palabras amontonadas y pasando como si fuesen diapositivas, algunas del revés, unas rotas, otras difusas... Todo este tiempo he tenido esa serie de imágenes desfilando por mi mente, llegando a desconcentrarme de mis lecturas, distrayéndome de mis pensamientos, rescatándome de una muerte mental casi segura. Si acumulo miedos y decepciones quedan mucho mejor encuadradas y colgadas con un bonito marco. 

  Decía John Coltrane que la mayor mierda de ser artista era la de no poder sentir la obra de uno mismo. El proceso creativo, el mero hecho de vivirlo de primera mano hace imposible conocer si se transmite lo que uno quiere. Es altamente complicado, pues dicho proceso es algo paulatino que no siempre avanza en línea recta. En ocasiones ni avanza. El bloqueo creativo es algo con lo que uno tiene que convivir, así como la frustración de ser incapaz de superarlo. Por eso creo que he dejado de escribir como entiende la mayoría. Mi incapacidad de poner en papel las palabras que flotaban en mi mente, la sensación de no ser digno de seguir escribiendo. Por malo, por cutre, por poco original, por poco creativo... Por mi mismo al fin y al cabo. Pero de todo se sale y en momentos en los que la soledad acompaña siempre es más fácil escribir. Los hay que pueden transmitir una alegría infinita en sus dibujos. Los envidio. Apenas he sido capaz de escribir nada en los puntos álgidos de mi vida. Eso si, creo que cuando uno llega a un extremo nunca antes conocido por el ego es cuando aparecen las mejores obras. Ya sea por una desbordante felicidad, por una ansiedad que te ahoga o una tristeza que rebosa en un mar de lágrimas que ni la almohada puede secar. 

  Así pues, de vuelta a esta senda, bastante más solo que nunca, con los focos alejados y con la sensación de haber sido incapaz de seguir avanzando. Frente a mi debilidad de no mantener a las personas que quiero cerca mío, alejando a todo aquel que me mira con ojos tiernos y sintiendo asco por la imagen que proyecta el espejo cada mañana cuando me cepillo los dientes. Frente a todo ello, la escritura, el café con leche acompañado de tinta azul recorriendo la libreta con migas de bollería industrial. De vuelta al sitio que nunca debí salir. De vuelta a lo único que se ha mantenido fiel a mi a lo largo de mi vida. A saber hasta cuando seré capaz de mantenerlo. 

miércoles, 8 de marzo de 2017

Remolinos

    Tenía el cuerpo atrapado en el sofá. Un remolino venido de otra dimensión le empujaba hacia los cojines y le impedía apenas moverse. Podía cambiar y estar boca arriba, boca abajo o en posición fetal pero por mucho que lo intentaba seguía sin poder levantarse. La fuerza de la gravedad parecía haberse multiplicado por cien. Hizo un esfuerzo sobrehumano, tenía que ir a llevar a las niñas a la escuela y luego a trabajar. Trató de alzar las manos y no pudo. Trató de rodar para caerse al suelo a ver si así el remolino dejaba de ejercer esa descomunal fuerza pero le era imposible. Más que un sofá parecía una caja de paredes invisibles acolchada. Inspiró hacia adentro y luego sacó toda la energía que le restaba en el cuerpo para abandonar su sitio. Pero falló de forma miserable. ¿Era esa su condena? Movió el cuello y trató de ver qué hora era. Borroso. Las agujas ocupaban todo el espacio, las horas se mezclaban, las rallas de los minutos y segundos se difuminaban. Unas lágrimas saltaron al sofá que había adquirido unos tonos realmente oscuros. Levantó la voz pero apenas emitió un gruñido indescifrable y que no llegó ni a sus propios oídos. 

  Iban a llegar tarde. Sus hijas seguían dormidas en sus camas. Su mujer le dejó durmiendo hacía ya años y solamente su ahínco en triunfar le había mantenido vivo. Sonó el teléfono y esbozó una media sonrisa. El ruido levantaría a una de las dos y entonces le podría ayudar a salir de tal situación. Casi de inmediato oyó unos pasos y la llama de la esperanza se encendió. Afinó el oído para escuchar de que iba exactamente la conversación, casi no podía aguantar la situación. Quería gritar, quería saltar, quería luchar. Quería vivir. Oyó que la hija que había agarrado el auricular blanco hablaba de él, sobre donde estaba. Venía a por él y lo sabía. 

  La hija entró al salón y le echó una ojeada. Allí no había nadie. El remolino ya se había tragado a su padre.